Una página arrancada de la vida misma Por Miguel Araque C uando Gonzalito nació los médicos no podían creer el milagro q...

Cuento: Omar el mil amores

Una página arrancada de la vida misma



Por Miguel Araque

Cuando Gonzalito nació los médicos no podían creer el milagro que había sucedido ante sus ojos. Gonzalito apenas medía, medía, medía… no se pudo medir porque la enfermera encargada de medir a los niños estaba de paro y tenía reunión del sindicato de enfermeras contra la violencia de género. El peso de Gonzalito fue de un quilo 300 gramos, según aseguró un médico pasante, hijo de un carnicero que ante los reproches de sus compañeros de guardia defendía el cálculo hecho a pulso diciendo —“van a saber ustedes más que yo, desde chiquito ayudo a mi papá en la carnicería”—. Ante tal afirmación del médico pasante, los demás compañeros asintieron al unísono. Pero es que nadie se explica cómo Gonzalito logró salvarse con tan solo cinco meses y tres días. Es que los milagros son inexplicables. Como su mamá es de Maracay le rezaba todos los días nueve oraciones a María de San José y también realizaba al año unas cuantas visitas al santuario de la virgen de Betania, pidiéndoles a estas dos vírgenes que como ya a los hijos no se les puede adivinar si van a ser doctores o aviadores o presidentes, “mucho era” —decía ella— que se salve para que me ayude a vender los triples, los san y las rifas y me acompañe en las noches de soledad. Ante tanta soledad y desgracias de la vida, ella se había entregado sin pensarlo mucho a Omar, el dueño del bus 97 de la línea Caracas-Maracay-Valencia, un tipo muy rayao por lo buzo que era con las mujeres (especialmente con las liceístas) a Omar lo llamaban “el milamores” o “rayoveloz”, ya que siempre comenzaba ante cada conquista femenina, con aquella fórmula infalible  de “te pareces tanto a una prima que tengo en Bejuma, por eso te saludé con tanta confianza, es que son igualitas, peldona si te molesté”.
A Karelis, que así se llamaba la madre de Gonzalito, no le importaba mucho lo de “Omar el milamores”, “pues al final todos los hombres son iguales”— afirmaba ella— “me lo van a decir a mí”.  Pero lo de “rayoveloz” sí era para preocuparse, eso sí de verdad era un peligro porque Omar cuando agarraba la autopista general del centro AGC se convertía en la verdadera sensación de las pistas (sensación de susto en la barriga de los pasajeros). Como en un ritual, Omar se colocaba los lentes de sol, se aflojaba la corbata, se arremangaba las mangas de la camisa azul chofer, ponía la música a todo volumen —él no— la liceísta que va en el puesto de acompañante y ¡arrúguele! Como le aupaba el “pichón” que era su incondicional recolector desde hacía algunos meses. Con la música a todo volumen y la cotorra indetenible con su jeva liceísta, Omar en dos patadas ya estaba en Maracay. Los pasajeros que no se contentan con nada, siempre se quejan por todo, le reprochaban su conducta o comentaban entre ellos: “qué cree, acaso lo que lleva aquí son cochinos o qué” o “si somos ganao pal matadero” y así tantos comentarios que Omar no oía por la música a todo volumen y también por estar pendiente de superar en la carretera a sus colegas buseteros que como él, van en zigzag pasando a todos esos choferes “agueboniaos” —según él— que solo estorbaban la lucha entre él y sus colegas.


Omar, “El “rayoveloz” solo tiene palabras y miradas para su acompañante y risas y risas, ella le pasa un botellón de agua, él toma un poco y lo devuelve. Saca el celular, lee un mensaje, se ríe y lo deja. Este trabajo no es trabajo, dirán algunos, así quién no. Dejemos al “milamores” y veamos que ha pasado con Gonzalito, su hijo número seis.
Gonzalito se logra salvar gracias a los incontables ruegos a Santa María de San José y a la virgen de Betania,  a los esfuerzos desmedidos de la ciencia y de varios médicos abnegados que día y noche velaron por la recuperación de ese milagroso niño que desde que nació y después en la incubadora, no daba señales de salvarse y parecía que el último día sería el último día para el pobre Gonzalito. Pero sucedió que… con gran rapidez fue evolucionando satisfactoriamente y dando grandes cambios, que en rara forma cronometrada fue midiendo sus aciertos cada día con más exactitud. A los 16 días de nacido hizo pupú, a los 42 días abrió los ojos, a los 51 lloró por primera vez —antes apenas gemía— a los 66 días movió la manita izquierda, a los 72 la derecha, a los 84 miró el techo, el primer peíto que la enfermera escuchó fue a los 84 días de nacido.  A los 91 miró tocó el estetoscopio, a los 96 miró al bebé de al lado, a los 103 ya reconocía a su mamá, a los 120 hizo el primer esfuerzo por voltearse, a los 135 empezó a tocar las maraquitas, a los 160 reconocía los gritos de Reyna Lucero, a los 167 distinguía la sirena de la ambulancia del hospital con la corneta de los carros comunes, a los 190 diferenció el olor del alcohol al olor de los pañales de los bebés vecinos y así cada día un nuevo descubrimiento.
A los diez años de nacido, Gonzalito por fin se decide a caminar y él mismo camina hacia el baño de caballeros. Al salir del baño encuentra a su papá Omar que le ha traído dos paquetes de pepitos y uno de cotufas de colores. Su mamá no ha podido decir una palabra al ver este nuevo progreso de Gonzalo, se ha quedado muda. 
Ya gonzalito no necesita más nada, es un niño normal que ha recuperado todas las facultades de un niño normal, no tiene nada que envidiar a los niños de su misma edad, pero cada vez que su madre se lo intenta llevar de las manos de las abnegadas enfermeras, éste empieza a llorar y se desmaya, así logra burlar las posibilidades de ser arrancado de aquellas manos tan cariñosas. 
Ante tanta insistencia de su madre por llevárselo a su casa, Gonzalito por fin habla, lo hace tan fuerte que es más bien un grito que dice: “yo no me voy de aquí hasta que vengan los de la televisión para que vean el niño que calculaba”.


Miguel Araque
Docente y comunicador popular merideño. Se ha desempeñado como corrector, investigador y redactor en diversos medios impresos de la región andina.