Relato de Carlos Julio Ojeda Aponte

La cucaracha azul


Relato de Carlos Julio Ojeda Aponte

Ilustración Alejandro Colunga

Al entrar a la cocina, encendí el bombillo y nos vimos frente a frente. De inmediato estiré la pierna lo más que pude y traté de darle un pisotón seco, sin embargo, cuando apenas sintió que venía a su cuerpo una brisa de rabia, salió corriendo por una delgada rendija hacia el cuarto de lavar. Me vino al corazón una sensación de invasión territorial y repugnancia. Sabía que ella aún andaba por allí y muy probablemente había hecho una fiesta con los dos platos sucios que había dejado en el fregadero.
Luego de tomar una ducha, olvidé el asunto, me vestí con una sudadera gris y un short, lavé los platos, prepararé un sándwich de queso y tomate deshidratado y me senté en mi desordenado escritorio a comer y poner al día el libro de clientes con la laptop. Después de trabajar unas horas, sentí mucho dolor de cabeza, eran las dos de la mañana. Tomé un trozo de pan del plato y miré a un costado de la biblioteca. Allí, a media luz, estaba una cucaracha azul.
Esta cucaracha detuvo mi mente unos segundos. Su cuerpo aplanado y ovalado, antenas largas y patas espinosas eran de un azul eléctrico casi vibrante, un color que no había visto nunca en telas, ojos, mariposas o flores y que al principio, no podía creer. Parecía que la tierra había decidido detener su rotación y regalar al mundo un insecto de piel azul que combinaba hermosura y repugnancia. En la parte superior de sus alas se podía observar las dos manchas circuladas típicas de las cucarachas americanas, tatuadas como ojos en suaves tramas de negro. Lo más raro es que no provocaba en mí ese sentimiento de repulsión y ganas de darle muerte de un zapatazo, - si esas ganas que vienen escritas en nuestros genes, luego de tantos gritos de ¡mata a esa cucaracha!-.
Cuando la cucaracha azul se posó sobre una pila de papeles viejos provocó en mí corazón una vorágine de sentimientos: ternura, calma y retrospección profunda. No tuve el valor de matarla pues era bonita. Voló un tramo corto hacia atrás de la biblioteca con seguridad. Esa vieja frase: “todos somos valientes hasta que la cucaracha vuela…” parece ser verdad, en el fondo tuve miedo y en segundos desapareció.
La verdad, no podía olvidarla y ansiaba verla. Algunas noches mientras trabajaba en mi escritorio, la veía salir por ratos, su azul era un tanto luminiscente. Pensé en cultivar nuestra amistad, había leído que una cucaracha puede vivir dos años, pasar dos meses sin comer y treinta días sin tomar agua. Saldría muy económico tenerla como compañera de piso pues solo se alimentaría de algunos residuos y quizás podría ganar algo de dinero dándola a conocer. Si un flautista pudo enseñar a su pájaro a cantar melodías de Beethoven, ¿pudiese un vendedor de cocinas como yo, amaestrar a esa azulina cucaracha?.
La verdad, no sería tarea fácil, y aun si pudiera lograrlo enfrentaba muchos problemas. Las cucarachas por siglos han sido consideradas  la antípoda de la musa y de la inspiración, si aparecen en una comida o en medio un pastel de cumpleaños la depresión puede ser brutal para una persona. Si se elige su nombre para identificar comercialmente un motel o restaurant, difícilmente encontrará huéspedes o comensales. Cuando alguien dice -Te aplastaré como una cucaracha- es un insulto imprecado de mucha rabia.
En el fondo, y debemos reconocerlo, es muy diferente aplastar una cucaracha que una mariposa: nadie tiene un gramo de remordimiento al aplastar la primera, a la segunda hay que perdonarla y nunca se aplastaría dos veces.
Una cucaracha es un animal de retos, muere sin quejarse – al menos nadie ha escuchado sus gritos- e incluso puede seguir impulsándose con dos patas, después de aplastado medio cuerpo. Con tamaño coraje no es raro que el mito urbano postule que resiste explosiones nucleares. Solo la tradicional canción mexicana, versionada en algunas bocinas de camiones parece recordarlas con alegría, sin embargo, en todo el mundo la han odiado casi instintivamente solo por existir. Su sola presencia provoca ganas de aplastarla.  
Sin embargo, esta cucarachita era especial, rompía mis estereotipos. Se pavoneaba caminando dejando un rastro azul en forma de bucle. Le gustaba comer migas de alimentos y cerveza derramada. Parecía que tenía más miedo de mí, que de la luz de mi vieja lámpara. Aunque al principio era esquiva y solitaria, poco a poco llegaron más de sus congéneres, todas de diversos tonos de azul. No podía contarle a nadie mi experiencia, pues me tratarían de loco y por ello decidí trabajar exclusivamente en casa, para verlas de cerca. Mi jefe no tuvo problemas en aceptar mi solicitud.  
Una noche tibia y húmeda de verano llegaron tantas, que tapizaron totalmente el suelo formando una suerte de mandala azul que mutaba en diversas formas. Llegué a pensar que estaba alucinando, rendido al verlas, opté por disfrutar el espectáculo gregario, meditaba y trabajaba, era como estar dentro de mi propio caleidoscopio. 
No recuerdo cuándo me quedé dormido sobre el escritorio, pues estaba exhausto. Esa mañana, mi hermana arribó al departamento pues tenía días sin saber de mí. 
Al entrar, dijo: ¡Por dios Dani! ¿Qué es ese olor tan desagradable y rancio?, ¿qué haces rodeados de todas esas cucarachas?, ¡hay que matarlas!, por favor despierta, debes salir de aquí, esto es una infestación masiva. 
Son azules -atine a responder mientras despertaba-. 
¿Qué asco, estás loco?
Caí de bruces al escuchar sus gritos. Segundos antes, había intentado caminar sobre la hojarasca azul que formaban. 
Solo recuerdo que desperté con dolor de cabeza en el hospital de la villa. Una linterna de luz brillante apuntaba a mis ojos. Ahí mismo pregunté por la cucaracha azul. El Dr le explicaba a mi hermana que no estaba loco. Le decía que hay una rara enfermedad de la vista que impide ver ciertas tonalidades de azul, se llama Tritanopia, -una rara variante de daltonismo le explicó-. La conocía muy bien, pues su maestro de anatomía siempre llegaba con la camisa desteñida y le decía a los alumnos, que no sabía separar los colores al lavar, pues sufría de una patología que le impedía ver el color azul. El Dr sospechaba que debido al exceso de trabajo, el calor del verano en Lima o algún glaucoma escondido había provocado un efecto temporal en mí, que hizo que pudiera ver las cucarachas azules. Me dejaron en observación, conectado a cócteles de vitaminas. 
Mi hermana decía que tuvo que contratar a dos profesionales exterminadores para fumigarlas. Yo quería hacerlo - me dijo-, no le tengo miedo a las cucarachas, -claro si grité fuerte  al verlas volar hacia mí solo es para imponer distancia-. 
En el fondo recordaba con nostalgia y alegría lo que viví. Ya no puedo ver a la cucaracha azul, las vitaminas hicieron su efecto. En las noches, al trabajar, la recuerdo y en mi mente saltan muchas preguntas. ¿Acaso podemos cambiar el sentimiento de repulsión por algo o alguien si solo cambia de apariencia?, o peor aún: ¿rechazamos o matamos por costumbre?. ¿Repulsión y ternura son caras de la misma moneda? ¿Acaso un ser humano puede amar a una cucaracha?, yo pienso que si esta vestida de azul seguro que sí. 


Carlos Julio Ojeda Aponte
Economista agr, Magister en investigación de operaciones. Quince años de experiencia en la enseñanza y consultoría de métodos cuantitativos para la toma de decisiones, estudios de factibilidad económica, planes de negocio. Capacidad para trabajar con modelos estadísticos y resultados analíticos. Asesor de tesis. Manejo de SPSS, EViews, Excel avanzado. Me gusta la innovación y el desarrollo sostenible.