Crónica de Simón Petit sobre su visita a la casa de los Colina en Judibana y los mangos de aquella calle.
A José Barroso, Gustavo e Israel Colina
Judibana, es una urbanización enredada para las direcciones. Vista desde un avión, pareciera un laberinto; con trazos en círculos y semicírculos de sus calles. Y al estar en ella crees que vas a un lugar pero sales a otro sin que puedan darte información, porque pareciera que nadie viviera allí, o, que todos a cualquier hora duermen y están metidos en sus casas sin importar lo que ocurre fuera de ellas. A veces llegas a una calle ciega y en otras a una avenida que te regresa a la entrada. Lo cierto es que buscaba la Calle Los Mangos, número 9, y, por supuesto, como referencia, buscaba las matas de mango; pero no las veía en ningún lado.
Un sol cruel mordía mi nuca con sus dientes afilados y entonces recordé que hace algún tiempo vi un programa de televisión donde una niña, con la confianza de una furibunda historiadora, aseguraba que Bolívar no comió mangos. Napoleón Bravo quien era el moderador del programa le preguntaba por qué estaba tan segura de lo que decía, y entonces la niña comenzó a dar fechas sobre la siembra del mango después de la guerra de independencia y otras especulaciones ante el asombro del entrevistador. Hasta allí llegó esa información hasta que años después pude conocer realmente su origen en Venezuela.
El mango es una fruta que amortigua el hambre del pobre cuando no tiene qué comer. Viene también a la memoria la imagen de mi abuela Mercedes preparando una jalea de mango, tan rica y deliciosa que nos laxaba por tanta que probábamos durante el día; pero, cómo no comerla si era dulcita y espesa, cómo no rendirse a esa bendición de la naturaleza cuando nos faltaba el dulce que no podíamos comprar. Entonces nos íbamos un grupo de muchachos a robarnos los mangos de una mata que estaba en una casa vecina para que mi abuela hiciera esa jalea.
Era una casa abandonada del vecindario con amplios corredores y un patio donde también había tamarindos, guayabas y granadas. No sabíamos de quién era la casa; pero lo cierto es que tenía una mata enorme que desde lejos se veía lo cargada que estaba.
Nos sentábamos en la esquina a esperar el llamado de mi abuela, y allí todos los chamos degustábamos la jalea con tal gusto y sabrosura, que me pareciera en este momento verle la cara a Pedro Chivo y a Leo Kung Fu, pasándole el índice a la taza para llevárselo a su boca y chuparlo como un helado, y al loco Frank peleándose con Hugo El Lobo y Freddy Galvis (padre) por el último residuo de ese manjar. La jalea no era propiamente una jalea de textura firme, era más bien como una conserva, pastosa, como cuando mi abuela hacía otras conservas (de tamarindo o de coco) para vender. En fin, esa jalea la degusto ahora en mi paladar y a mis oídos vuelven las conversaciones de los muchachos de entonces.
Esa etapa de mi vida fue en la década de 1970 y era común escuchar muchas frases donde el mango era parte de ellas: aquellos piropos raros de “mamacita estás como un mango”, “pareces un mango chupao”, o lo sarcástico de “Te gusta el mango bajito”, o la crítica al desconcierto o al desorden en “esto es un arroz con mango” y tantas otras que solo escucharlas, me recuerda el habla cotidiana de la época en cualquier escenario.
Ese mango desde hace 6000 años se siembra en el mundo y ha diversificado su consumo en cocteles y bebidas gourmet, en platos exóticos y hasta en medicamentos con propiedades curativas atribuidas a esta fruta.
Por otro lado, el mango tiene una historia que va más allá del simple hecho de ser una fruta. Es -como tantas otras cosas a las cuales jamás hemos considerado su lugar en nuestra conformación ciudadana y republicana-, circunstancialmente un comodín. Y vuelvo al comentario de aquella niña en la televisión que aseguró que Bolívar no comió mangos, que hasta el mismo García Márquez lo creyó, al tachar aquella escena de su novela El General en su Laberinto, donde Bolívar comía esta fruta al lado de Josefita Machado, su amada en ese momento, entre 1817 a 1819 en Angostura.
Cuando escribió la novela, el Gabo consultó con muchos historiadores y acogió la recomendación de uno de ellos para tachar ese episodio de la obra, que finalmente publicó en 1989. En aquel momento comenzó la diatriba porque salieron a relucir documentos donde se confirmaba que el mango sí existía en Venezuela en la época de Bolívar.
Pablo Ojer, fue un investigador venezolano que hizo su postgrado en Valladolid, España, en 1954, y encontró un documento en el Archivo de Simancas donde está el registro de cómo entra el mango a Venezuela. Allí consiguió el nombre de Fermín de Sancinenea, un marino nacido en la población de Fuenterrabía, provincia de Guipúzcoa, quien muy joven se embarcó hacia América en una nave de la Compañía Guispuzcoana, y en 1757, gracias a sus años de servicio y comportamiento, el Gobernador de La Española lo ascendió a Capitán de Mar y Tierra del paquebote Nuestra Señora de la Concepción. Ese título le permitió tener la responsabilidad de dirigir un buque para transportar pasajeros y correspondencia de todos los puertos de América con España.
Sancinenea, entonces, en uno de esos viajes llegó al puerto de Cayena, la capital de la Guyana Francesa donde compró algunas semillas a comerciantes hindúes que frecuentaban el puerto; esas semillas eran de canela, nuez moscada, clavo de olor, pimienta de Castilla y mango. Luego levantaría velas hacia Trinidad y Tobago, y llegaría en su periplo de encomiendas a Angostura, donde tenía un amigo llamado Félix Farreras, un hacendado que recibió junto a otros -como agrado a la estancia de algunos días de Sancinenea- estas semillas que adquirió en Cayena, no sin antes darle instrucciones de cuál era la mejor época para sembrarlas según lo recomendado por los comerciantes a quienes las compró.
Todo eso quedó registrado en una carta que Sancinenea dirigió al ministro Antonio Valdés el 29 de abril de 1789, donde le informa que con el permiso del Gobernador de la Provincia procedió a la siembra en Angostura de “plantas y semillas de que vuestra excelencia quedará impuesto por el documento adjunto que acompaño”, detallando a su vez el origen de cada semilla. En 1800 Alejandro de Humboldt también comería mango en Angostura, así lo registra en su libro Viaje a las Regiones Equinocciales. En esa ocasión Humboldt fue atendido por el propio Farreras durante su visita.
Sobre esto hay un excelente artículo de Carlos Alarico Gómez donde da mayores detalles al respecto. Por el momento lo traigo al presente porque en cada calle que recorro de la urbanización, veo la paradoja de sus nombres y descubrí que hay una llamada Los Cocos, donde no hay matas de coco. Hay otra que tiene por nombre Los Pinos donde tampoco hay pinos, de igual manera en la Calle Las Rosas y otras cuyos nombres no corresponden con la realidad. O al menos con la justificación del porqué se llaman así.
No sé a qué se debe tal desacierto pero me parece que si una calle tiene un nombre, algo tiene que relacionarla con él, digo yo; más aún siendo una urbanización de este tipo. Al llegar a la Calle Los Mangos, confirmé mi sospecha: no había una mata de mango en toda esa cuadra. Y en la casa de mis amigos, menos. Solo una cerca de matas de Cayena, una de Granada al frente y desde el porche podía ver en el patio un gran Cují. Eso se lo dije a Gustavo cuando me abrió la puerta y tanto él como su padre, Israel Colina, solo me dijeron, “pues así somos en este país, hermano”.
Pasé a la sala y sentado en la comodidad de la casa y su acogedora sombra pedí un vaso de agua; pero mi sorpresa fue ver cuando Gustavito traía un vaso grande, sonriendo y diciéndome “no tenemos una mata de mango; pero sí tenemos esto”.
El sabor dulce y refrescante, su olor inconfundible, ese aroma de impresión en la lengua, de fondo fresco con matices tropicales, más su textura viscosa y densa al invadir toda mi boca, me hizo olvidar la vívida travesía para reunirme con mis amigos, quienes de inmediato sacaron el cuatro, la guitarra y las maracas y empezamos a tocar y cantar esa tarde, en la que al final del abrazo y la hora de despedida, resolvimos honrar el nombre de la calle sembrando las semillas sobrantes del batido. Las sembramos tanto al principio como al final –y ahora sí con seguridad y orgullo – de esa calle llamada Los Mangos. Comenzaban las primeras lluvias de mayo y eso era una buena señal si querían tener a futuro esas matas grandes y cargadas, frondosas y fértiles; como la de aquella casa del vecindario en mi memoria, la que bondadosamente nos regalaba su fruto para la jalea de la abuela y que aún los muchachos de la cuadra, hoy al reencontrarnos en ocasiones circunstanciales, recordamos con nostalgia y alegría.
Simón Petit
Poeta, ensayista, guionista falconiano. Sus textos han sido seleccionados para las antologías de la poesía venezolana tales como: Memoria de la Dicha, Las Voces de la Hidra, Festival Mundial de Poesía 2005, 70 poetas venezolanos en solidaridad con Palestina, Iraq y Líbano, El Corazón de Venezuela y En Obra. Ha participado en lecturas de poesía en Bienales nacionales de literatura y en Encuentros y Festivales Mundiales de poesía. Ha publicado los libros Bajo La Grúa, Otros a la intemperie, Bajo la Grúa Sobre el Andamio, Sol Sostenido, La Mirada Impía, Desmemoria Infiel, Vieja Luna y El Eco Formidable.
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