Un cuento de Carlos Pérez Mujica.

Siete vidas

Un cuento de Carlos Pérez Mujica.

Por Carlos Pérez Mujica

Realmente tengo siete vidas. Aunque las que más me gusta es la que comparto con Nadia. Con ella y en su cama retozo a mis anchas, sin caricias me relajan, tanto que me quedo dormido y ella no se queja de mi desinterés por escuchar las cosas que, enrollada sobre mi espalda, me susurra al oído.

Nadia estudia en la universidad, tiene 25 años y un rostro que recuerda al de Anne Hathaway a esa edad; es muy culta y se proclama emancipada. Creo que ese último detalle es lo que más me atrae de ella, es una chica independiente que depende emocionalmente de mí. En nuestro espacio más íntimo, ella se desviste completamente y muestra todos sus encantos. Pero, aunque diga lo que diga, es tan sentimental que acostados viendo pelis debo compartir su atención con la caja de kleenex que usa para enjuagar sus lágrimas.
En verdad le pertenezco a Laura, y constantemente tengo que volver con ella para que no forme un escándalo. Las veces que me he ido de parranda durante varios días esta mujer ha hecho todo un alboroto. De alterar a los vecinos, a la calle entera, al resto del barrio hasta llamar a la policía. Laura es muy posesiva, intenta mantenerme contento a su lado ¡encerrado!, tiene buena sazón es cierto y prepara unas comidas deliciosas, pero nunca ha podido tener hijos y eso la trae amargada. Se estresa por todo, por las cuentas, por el polvo, por los pelos de perro que ensucian las alfombras y se les pegan a sus faldas. Pero ha sido inútil manifestarle la animadversión que le guardo a ese perrazo zalamero y bueno para nada del George, que se la pasa echado casi todo el día y deja charcos de baba bajo su hocico cuando aprieta la canícula del verano. Aunque Laura no es fea, ya se le notan los años, unos surcos naso genianos profundos dejan ver que sus mejores momentos ya pasaron. En suma, esas cosas han hecho que las parejas que ha tenido hasta ahora, hayan terminado por dejarla.

Norma, la vecina de al lado, también vive un romance conmigo, le encanta mi porte, la esbeltez de mi figura, mi manera de caminar, mi cabellos limpio y bien cuidado, mi independencia y sobre todo creo que le atrae la indiferencia con que la trato. En las noches –cuando no está su marido–, ella me deja entrar a su casa. Como quien no quiere la cosa, deja la puerta de la cocina entreabierta y el rayo de luz amarillenta que se proyecta sobre los tres peldaños de la pequeña escalera que sube hasta el umbral es la contraseña para avisarme que puedo meterme en su hogar así sin más, cuando me de la real gana. Cenamos en silencio, ella me sirve con abundancia y mientras lava los trastos y arregla el desastre, yo me dedico a jugar con Michael su pequeño hijo de 6 años.
Michael es un chico extraordinario, silencioso y huraño. Él vive en su propio mundo y las veces en que abandona el aislamiento en el que habita, me trata con una mezcla de curiosidad y repulsión que me intriga. Realmente el muchacho no ha encontrado aún cómo canalizar sus emociones y –como queriendo sin querer–, se ha ido acostumbrando a mi furtiva presencia. Pero Michael es así no sólo conmigo, lo he observado con curiosidad pseudocientífica y realmente se comporta igual con todos. No te le gusta que lo toquen, rechaza hasta las exageradas muestras de afecto físico de su madre, y eso a mi manera de ver le otorga un tinte enigmático tal, que… ¡ese muchacho me encanta!

En una oportunidad en que llegó de improviso, Alan el marido de Norma, tuve que salir espantado. Corrí frenéticamente –pero sin hacer el menor ruido–, atravesando la oscuridad del patio, salté de un envión la verja del fondo y aterricé en un jardín hermosamente iluminado, nunca había estado allí y me sorprendió la figura de una dulce anciana que, con un porro encendido entre sus dedos, me tendió la mano que tenía desocupada y me atrajo a su lado. Así quedamos en silencio uno al lado del otro en el estrecho espacio de una banca. 

La nona aspiraba profundo el pitillo, contenía la respiración por un buen rato y me lanzaba bocanadas de humo directamente a la cara. La primera vez que lo hizo me molesté al punto de levantarme con la firme intención de marcharme, pero ella me retuvo y continuó el ritual de las caladas, luego de la tercera mi molestia se había disipado y en su lugar una entretenida sensación de levedad se adueñó de mi voluntad. ¡Esta abuela es una nota, jajaja! ¡Literal! No se qué tan consciente de mi intromisión estuvo la doña, pero lo cierto es que de allí en adelante ella le dio un nuevo enfoque a mi existencia, una nueva vida, relajada, extática. Esa misma noche, la construcción más vieja de la cuadra, mi morada, y los días que amanecíamos contemplando las estrellas o el pasar de las nubes por cielo, subía hasta el altillo en la tercera planta y desde el alfeizar de una de las ventanas contemplaba a medias el verdor y la intimidad de los patios de las viviendas aledañas. Además, desde mi nueva atalaya podía avistar a lo lejos las copas de los árboles del parque que estaba en la siguiente cuadra. 

La Sra. Pringles era una abuela típica, le importaba un bledo la vida de sus hijos (dos, ya mayores y casados) y se enfurecía –aunque a duras penas lo disimulaba–, cuando llegaban los fines de semana con los tres nietos a visitarla y de los cuales la única niña era con la que mejor se la llevaba. Sebastián era un chico introvertido y agradable, en alguna oportunidad en que subió al ático, se encontró con mi mirada, dejó caer el juguete que cargaba en el piso del parquet y se sentó a mi lado quedándose en silencio y observando el movimiento de las hojas que el viento agitaba entrelazando las ramas. Pero al contrario Julián era un verdadero desalmado, un bastardo sin respeto alguno por nadie ni por nada, aborrecido hasta por su abuela y que me trataba literalmente a las patadas.

De las otras dos vidas que tenía, una la perdí tratando de pasar una calle poco transitada. Era una noche particularmente fría de otoño. Ese día había estado lloviendo intermitentemente desde la mañana y a la carretera de le había formado una tenue capa de hielo en la que los pocos transeúntes que se aventuraban a caminar por allí jocosamente resbalaban. Sumido en mis pensamientos me lancé a la calzada y un camión que salió no sé de dónde se abalanzó en mi dirección. El chofer tocó el claxon desesperadamente, pisó los frenos con violencia y las ruedas derraparon sin chirriar apenas, haciendo de mi cuerpo una masa amorfa y ensangrentada. La otra fue tratando de ganar una tonta apuesta. Unos gandules subidos a la azotea de un edificio de apartamentos me lanzaron desde lo alto para probar si en realidad siempre caímos de pie. Si son siete o nueve nuestras vidas, realmente a nadie le importan, totalmente simplemente somos gatos.



 
Carlos Pérez Mujica
La Independencia de San Felipe, estado Yaracuy. Venezuela). Médico Cirujano. Anatomista. Especialista en Imagenología y Diagnóstico por Imágenes. Profesor de Anatomía Humana Normal de la Universidad de Los Andes. Colabora como articulista en varios diarios regionales escribiendo la columna "La Cola del Escorpión". Como narrador recibió Mención de Honor en el “Concurso de Cuento, Ensayo y Poesía DAES ULA” por Tetralogía de la Desesperanza (1991). Produjo y condujo el programa radial “Collage” dedicado a la difusión cultural (1994-97). Ganador del Primer Premio del “Concurso Literario APULA” mención poesía por Haiku Tropical (2004). Obras publicadas: Haiku Tropical (2004), Asahi El Alba (2008), Haizoo (2011), Palomares (2014), Tsukimi (2016), Un nuevo día... (2017). 

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