Un deseo para el Dios Emperador




(Fondo musical sugerido para esta lectura)

Por Vanessa Sosa


Marisenoro vislumbra, por un agujero de su prisión, una aurora boreal creada con ingenio, por los regentes de una gallarda luminaria y, se pregunta, porque las estrellas del firmamento callan ante su suerte. Ya no las escucha reír y eso le preocupa. 
Tiempo atrás no había sido el mismo que es ahora.
Ahora aguarda, con terror y quebranto por su destino, el magno deseo de un regente sin escrúpulos que pide a gritos un nuevo heredero. Después de todo ya lo ha tocado otra vez, como sólo tocan los rayos del sol a los valles del más crudo invierno; le ha implementado una nueva matriz.
Barbaranqo, el Dios Emperador de un imperio virtuoso, lo visita en su celda, frecuentándolo más de lo debido. Lo cuida y oculta en su interior los nombres de sus afligidos sueños: los que tiene en todas sus duermevelas donde le sueña siendo uno con su ser. Esos mismos nombres que clamaban por conquistarlo. Nombres que inflan ahora su bajo vientre, y que, se acreditan dueños de un cuerpo no creado por manos humanas.
Eso encantó a Barbaranqo desde la primera vez que lo desnudó con la mirada. Cuando tocó los encajes del traje que portaba, cuando lo violentó con amor como sólo se violan a las más frágiles arañas, las abrasadoras libélulas, las sugerentes mariposas. En fin, cuando el Dios Emperador encontró que Marisenoro no poseía un género evidente por el cuál nombrarlo hembra o macho; así que decidió marcarlo como suyo. Con un amor posesivo. Un amor enfermizo. Ese algo crudo que Barbaranqo confundía con amor. 
Se habían conocido en un baile de máscaras y en ese baile había ocurrido todo lo demás. 
Elegido de entre varios de los que practicaban brujería prohibida en todo un universo conocido, Marisenoro, quién se convertiría en la madre de sus vástagos, era acreedor de venias y ofrendas de ritos ocultistas que lo adoraban ya como un santo, y que, atesoraban en un sinnúmero de ocasiones, la realidad de todas las cosas que se daban. Pues ya rasgados los velos nupciales del elegido y, finalmente forjada la faena que lo marcaría por el resto de sus días, Marisenoro dio luz a tres bestias mancilladas ya, por la gloria entredicha que encontrarían siendo herederos de una poderosa criatura venidera del averno, a medida que crecieran amamantados por la savia vitae de sus progenitores, en un ritual inherente. 
No demoró mucho. Todos fueron valientes; hasta la madre. 
Barbaranqo supervisaba todo. Se mostró henchido de alegría desde que las contracciones que sufría el prisionero, venido de la inmortalidad de su corazón, habían hecho aparición.
Pronto el vientre de Marisenoro fue abierto por el medio de un tajo, sin embargo, su cuerpo e integridad fue preservada por los facultativos y parteras imperiales. Porque, ¿y si tal vez, más adelante el santo, reconocido y conocido por muchos como un ídolo, volvería a dar a luz más herederos?
No podían arriesgarse, no. Debían conservarlo. Lo adoraban. 
Mishalba arribó primero a ese cosmos primitivo; sería el primogénito de todo. Y en su llegada reconoció a todas las vírgenes desde la luz de su cuna de sangre, siendo que ellas bailaron para él y forjaron en el cosmos las leyendas más ardientes conocidas. Casi todas las doncellas bailaron hasta morir, y otras más que quedaron en pie, perdieron su razón de ser. Decapitadas, dominadas de forma inevitable. 
Esto, por supuesto, no detuvo los rituales del más esperado nacimiento. 
Y con los destajos de los vientres de las doncellas, presencia de alaridos, arañazos a los cimientos elegidos para el nacimiento, con ofrendas nupciales entre anillos de fuego forjados entre los soles y las lunas más excelsas, la caída en vela de las voces desde un más allá que atormentaban a los desgraciados del imperio, desde adentro de la matriz, Mishalba, el insurrecto, dio paso a sus hermanos. Los hijos de un bendito iridiscente que colmó a los feudos de malditas redenciones. 
Hasta que el mismo amanecer y atardecer esgrimieron, las facundas de burlescos y caídos payasos, que habían callado hasta la aparición de los herederos de un imperio regido con mano de hierro. 
Y Khezeranor, y Rojojomanqor, los gemelos de distinta alma y desiguales fragmentos de corazón, emergieron en el mismo universo y dieron sus primeros pasos, y trajeron consigo a las gardenias, azucenas y lirios que pronto fueron entretejidos en sus cabellos, en sus manos, en sus tobillos y en su cuello, para así diferenciarlos de todos los despojos que más tarde Marisenoro, dejó escapar de su cuerpo entre sollozos. Otros se cortaron la garganta, presos de exaltación. Otros se prendieron fuego. Otros se arrancaron las lenguas. Otros más se reventaron los ojos. 
Todos habían sido movidos por la felicidad que les provocaba el tan aciago acontecimiento. 
Entre estos sucesos, por supuesto, se dio el nacimiento de los tres regentes que condenarían a todo el cosmos conocido; siendo pues que, los tres equilibrarían la magia antigua que se evidenciaba ya, en toda la poderosa suerte que tenían, desde los menos incautos hasta los más valientes de espíritu, en lo profundo de su ser. 
Así fue inevitable, solariego y ruin el principio de ese cuento de nocturno amor, ya edificado, entre catorce sangrientas y quince lunas tristes.  



Vanessa Sosa
Mérida, 1986. Licenciada en Letras mención Historia del Arte (ULA). Se dedica a la escritura de literatura fantástica. Ha publicado Devastadora ilusión. Relato de una flor naciente (2022). Actualmente es bibliotecaria en la Unidad Educativa de Talentos Deportivos de Mérida-Venezuela.

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