Capítulo III de la novela de Gabriel Jiménez Emán.

Wald: Fragmento de una historia

Capítulo III de la novela de Gabriel Jiménez Emán.

Por Gabriel Jiménez Emán

Ilustración Aníbal Ortizpozo

Wald abrió los ojos a la mañana siguiente, recordando los horribles retazos de la experiencia vivida el día anterior. Sólo que esta vez sus manos no eran patas de perro, sino garras de felino. Podía expandir las uñas y ver sus hirsutos bigotes saliendo de su cara. Ya no andaba en cuatro patas como un perro o un gato sino en dos, perfectamente erguido sobre su porte gatuno. Pero todo ello era una locura, no podía estar sucediendo, sencillamente. Se echó a llorar y sus gemidos eran maullidos profundos, cuyos ecos rebotaban de las paredes haciéndole perder el sentido. La pesadilla continuaba y él debía sobrellevarla hasta sus últimas consecuencias, so pena de parecer un loco. Todo menos eso: ser considerado un demente, un enajenado mental.
Se limpió la cara lamiendo sus mullidas patas, que pasó húmedas por su rostro con un movimiento que, pese a todo el súbito horror que le provocaba, también tenía su lado bueno, pues se trataba de una nueva sensación: moverse como gato y pensar como hombre, en una mezcla de sentimientos y movimientos extraños, a los que rápidamente fue acostumbrándose. Descubrió que su olfato era muy superior y que so oído podía percibir sonidos como si aquello fuera un sexto sentido; lo mismo ocurría con sus ojos, que podían ver en la oscuridad, traspasar la tiniebla como si se tratase de un telescopio. En el fondo le agradaba esta condición gatuna y las ventajas que ofrecía, las posibilidades perceptivas que generaba. Además, le estaba permitido salir del aburrimiento cotidiano, del tedio y la rutina. No importaba qué viniera después; de cualquier manera, ya había experimentado la sensación de ser perro y no le había gustado, aquella debilidad y sumisión que no iban para nada con él.
Al mirarse al espejo no toda su cara respondía a las facciones de un gato; sólo la nariz y los ojos se asemejaban a los de un felino; podía ser un tigre o un puma, no lo sabía bien, pero era un rostro sin duda elegante, de mucha categoría. Aunque situado en el borde mismo de una pesadilla, Wald dio unos toques a su bigote, sin poder distinguir si aquello que vivía era realidad o fantasía, una ficción novelesca o un largo sueño, pero en todo caso no podía despertar sin dejar de sentirse una especie de espectador de sí mismo.
Trató de ponerse nueva ropa, pero ésta no le venía bien, ni los zapatos le calzaban, y así pudo constatar la realidad de los hechos, pues en los sueños no existía este tipo de lógica. Quedó desnudo caminando en sus dos piernas de piel sedosa. Se colocó un calzoncillo para no perder el sentido de realidad humana, y luego se cubrió con una nueva bata color azul marino muy bonita, que le daba un aire de caballero triunfador. Tenía frente a si el reto de confrontarse con la realidad exterior, con la cotidianidad de la calle. Ya no sabía cómo hacerlo.
Sintió unas ganas tremendas de comer un filete de pescado; no pudo hacerlo y se conformó con unas sardinas enlatadas que sacó, una por una, del recipiente para colocarlas 
sobre rebanadas de pan y saborearlas con fruición. Después bebió una gaseosa y fumó un cigarrillo, cosa que le pareció extraordinaria, que un gato–hombre estuviese ahora fumando, metido en una bata azul marino.
Se dirigió a la ventana y miró hacia abajo. Extrañamente no había casi gente allá abajo, el movimiento de los transeúntes era lerdo, los automóviles iban despacio, como si por momentos estuviesen siendo filmados en cámara lenta, y casi no hacían ruido. Algunas moscas entraron por la ventana y volaron en círculo sobre las latas vacías de sardinas y los tachos de basura, atraídas por el fuerte olor. Wald las espantó con la mano y éstas volaron unas hacia afuera de nuevo y otras fueron a detenerse sobre algunas migas de pan que se habían posado en la mesa. Pensó en las moscas. Éstas le imprimían mayor realidad a las absurdas escenas que estaban acaeciendo en su departamento, del que no le provocaba salir por ahora. Pasó la tarde mirando revistas, evitando ver televisión u oír música, pues cuando algunas notas musicales salieron de la radio sintió una interminable tristeza, una especie de nostalgia pegajosa, un sentimiento de melancolía por algo desconocido, y eso no le gustaba, no podía comprenderlo.
La tarde fue cayendo lentamente, y dentro de Wald comenzaron a ocurrir otros cambios sorpresivos; primero una suerte de hinchazón interior, un fortalecimiento de la intuición que, a medida que se acercaba la noche, se iba agudizando. Primero sintió la necesidad de echarse en el suelo y dormitar un poco, luego arrastrarse en pequeños trancos por la alfombra para seguir pensando, leyendo u oliendo aromas extraños que venían del exterior. Después comenzó a caminar como un cuadrúpedo hasta acomodarse al mueble, donde se enrolló divinamente entre unos cojines hasta quedar dormido. Al poco rato despertó, ya de noche, descubriendo que su tamaño se había reducido hasta las dimensiones de un gato normal, y esto le gustó mucho, pues podía desplazarse con más agilidad. 
Dio un maullido placentero, a través del cual se dio ánimos para deslizarse hacia un agujero en la ventana, el cual atravesó para desplazarse libremente por los tejados. Se sentía maravillosamente bien saltando de techo en techo, escurriéndose por bajantes, capiteles, tejas, cornisas, alambrados, haciendo ondear el rabo y dirigiendo su mirada hacia la luna, que relucía en el cielo con su luz blanca, radiante, que le inspiraba los pensamientos más desasidos de este mundo, como si pudiese ver lo que había detrás de la otra cara de aquel satélite iluminado indirectamente por el sol, y ella, la luna, guiaba sus pasos por aquellas platabandas urbanas desde donde divisó la figura de una gata que iba también por allí tejiendo sus sueños, buscando comidas o aventuras, lo mismo que él, cazar algún ratón o pajarillo, cualquier cosa que les hiciera vivir intensamente los misterios de la noche, los azares y bifurcaciones que pudieran tomar sus vidas al encuentro de alguna sorpresa, como en efecto era aquella gata cuando Wald la vio, percibiendo en ella una fuerte atracción, pues había proferido algunos maullidos al verle, y deseaba quizá transmitirle algo, la presencia súbita de un gato  negro de ojos amarillos que irradiaban una enorme fuerza de sobrevivencia. Se había inmiscuido, en un tris, en una situación pasional, en una refriega sexual entre un gato y una gata del vecindario. Al parecer la gata estaba siendo perseguida por este felino agresivo, proveniente de otro vecindario, que la llevaba asediada durante varias noches.
Cuando el otro felino apareció, la gata amarilla salió corriendo velozmente en dirección a Wald, y éste supo protegerla poniéndola detrás de sí e interrumpiendo al otro, al gato negro. Se había inmiscuido ya en aquella refriega, defendiendo a aquella gata desconocida. Pero no tenía otra opción. Así que se enfrentó al contrincante. Miró los ojos de la gata primero, y después sostuvo la mirada terrible del gato negro, miró a la luna en lo alto y preparó sus garras y sus dientes, para esperar la acometida más feroz que había sufrido en su vida.
El gato negro tomó impulso y dio un salto veloz hasta aterrizar en el cuerpo de Wald para derribarlo. Le mordió la nuca y rodó con él por la platabanda, dando mordiscos y arañazos sangrientos; las gotas carmesíes salpicaban el aire, mientras los maullidos sonaban tétricos en el silencio de la noche; exhaustos ambos felinos, Wald sacó fuerzas de sus últimas fibras y dio un salto para caer en la garganta del gato negro, mordiéndolo, y el gato negro lo apartó con un zarpazo enviándolo lejos, hacia donde corrió la gata, mirándole a Wald agradecida y excitada. Corrieron juntos, ella más veloz que él, se detenía de cuando en cuando para ver cómo se encontraba; Wald estaba maltrecho, se arrastraba por un terreno escarpado junto a ella, que lamía sus heridas con una dulzura sublime y luego le brindó su amor, como nunca antes lo había sentido. Quedó exhausto un rato, mirando unas nubes azules que cruzaban por el rostro de la luna, y lloró de felicidad en aquel momento, mientras avanzaba a pasos cortos al lado de la gata, cojeando, con las heridas abiertas pero feliz, avanzando hacia la ventana de su casa. Se sentía la brisa fría, se veían a lo lejos las estrellas titilantes y algunos murciélagos pasaban raudos, mientras la ciudad toda emitía una especie de bostezo y Wald saboreaba su primera victoria.
Divisó la ventana de su apartamento allá lejos, se veía la luz de la cocina y avanzó hasta el agujero por donde se había colado, pero también advirtió con tristeza que la gata se había ido de su lado, había desaparecido de pronto; se detuvo un rato para mirar en derredor pero no había rastros de ella, y estaba ya muy cansado para emprender una nueva pesquisa; de modo que siguió adelante hacia su departamento, se coló por el agujero hacia la morada y ahí reconoció sus cosas, el cuarto, la cocina, sus muebles y cojines, donde se recostó a lamer y sanar sus heridas, y así estuvo un buen rato recordando a retazos la reciente aventura, hasta que fue entrando lentamente en  los dominios del sueño.


Gabriel Jiménez Emán
(Caracas, 1950). Escritor venezolano destacado por su obra narrativa y poética, la cual ha sido traducida a varios idiomas y recogida en antologías latinoamericanas y europeas. En el terreno cuentístico es autor de varios libros entre los que destacan Los dientes de Raquel (La Draga y el Dragón, 1973), Saltos sobre la soga (Monte Ávila Editores, 1975), Los 1001 cuentos de 1 línea (Fundarte, 1980), Relatos de otro mundo (1988), Tramas imaginarias (Monte Ávila Editores, 1990), Biografías grotescas (Memorias de Altagracia, 1997),  La gran jaqueca y otros cuentos crueles (Imaginaria, 2002), El hombre de los pies perdidos (Thule, España, 2005) y La taberna de Vermeer y otras ficciones (Alfaguara, Caracas, 2005), Había una vez…101 fábulas posmodernas (Alfaguara, 2009), Divertimentos mínimos. 100 textos escogidos con pinza (La parada literaria, Barquisimeto, 2011), Consuelo para moribundos y otros microrrelatos (Ediciones Rótulo, San Felipe, Estado Yaracuy, 2012), Cuentos y microrrelatos (Monte Ávila Editores, Biblioteca Básica de Autores Venezolanos, Caracas, 2013). Ha recibido entre otros el Premio Nacional de Cultura de Venezuela mención literatura (2019), la máxima distinción del país.

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