Crónica de Ernesto Navarro en la que nos relata su llegada a Caracas, los infortunios y venturas de la ciudad cosmopolita, un poco para s...

Retazos de Caracas, luego de 20 años. Por Ernesto J. Navarro

Crónica de Ernesto Navarro en la que nos relata su llegada a Caracas, los infortunios y venturas de la ciudad cosmopolita, un poco para salvarnos otro tanto para sonreír al pasado.


Por Ernesto Navarro

Luego de 20 años, sigo sin poder leer “La Ilíada”. No es como un trauma de esos que se tratan en el psicólogo, es, mejor dicho, una especie de arrechera acumulada. Pero esto no comienza así. 

Tenía 21 ó 22 años cuando se me ocurrió dejar mi pueblo a orillas del Lago de Maracaibo y aceptar el empleo que me ofreció Mari Carmen Sobrino, en el Circuito X. Esos días, estaba convencido de que atravesaba una crisis existencial de poeta borracho. Leía, tomaba y escribía, aunque no en ese orden estricto, esperando que en un trance de alcohol descendiera a mi cabeza el libro que me daría un Nobel. Así que tardé un par de semanas en responder sus llamadas y correos electrónicos.

¿Cómo es que me llamaron a mi pueblo para ofrecerme narrar un noticiero en una radio de Caracas? Bueno, la culpa es de un taxista maracaibero, pero tampoco así comienza esto. Cuando finalmente atendí la llamada, hablamos una media hora y dije sí a la oferta de empleo.

No recuerdo con exactitud los días siguientes aquella llamada telefónica, pero sí una fiesta de despedida, organizada por varios colegas periodistas. Fue una de esas fiestas que terminan en abrazos embriagados y lágrimas. 

En esa fiesta, el poeta y periodista maracaibero Raúl Semprún (con quien compartí la afición por la poesía siendo apenas unos carajitos) se retiró del jolgorio en silencio, no dijo nada que se pareciera a un “adiós”, solamente se le ocurrió regalarme un libro del escritor Alfredo Bryce Echenique (Un mundo para Julius) al que le estampó una larguísima y profética dedicatoria, como solo saben hacerlos los poetas.

Decía: “Espero que el Valle del Ávila se busque más que ahora, que ni se encuentra (…) En esa ciudad, erótica hasta el tuétano, los versos le harán de guía en medio de tanta soledad lanzada al cielo como despojos”. 

Me recomendaba: “mantener lecturas poderosas para alimentar el alma”. Y finalizaba con un sablazo: “pensar alto, mirar profundo, lo demás cabe en las papeleras y eso no es para las almas elegidas”.

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Me largué de mi pueblo sin parpadear siquiera y sin meditar ni un minuto sobre el después. Llegué, como llegamos los pobres, por el terminal de Nuevo Circo, con una maletica de ropa que mi mamá se empeñó en planchar con dedicada precisión, y otra, mucho más grande, repleta de libros. Era la madrugada de un sábado. Entré en Caracas sin tener dónde vivir y sin conocer a nadie a quien pedirle una cama prestada.

Después de mucho caminar aquella mañana, por sitios que jamás había visto, pedí ayuda a una señora que trotaba con un perro encadenado y que se detuvo en un semáforo para poder cruzar la calle. La doña, jadeando como quien tiene un orgasmo me dijo: “si no conoces a nadie y si no tienes mucho real, mejor vete pa’ calle de los hoteles”. 

Así que dos estaciones de Metro más tarde llegué a mi primera residencia en “la capital”: un motelito con olor a humedad, sin lavamanos y con un aire acondicionado ruidoso y que escupía agua helada. Un motelito que de noche arrullaba con gritos de excitación y calificativos de alcoba. De todas formas me gustaba porque me hacía sentir (creía yo), como los escritores latinos que se fueron a probar hambre y suerte en la Francia del siglo pasado. 

Durante mi primera semana en Caracas, descubrí que cada vez que volvía al motelito, encontraba mis maletas en su sitio, pero con algo menos… incluyendo La Ilíada. Libro del que tenía dos ediciones diferentes, con hermosos empastados que alguna vez compré en “El Emporio del Libro”, en Maracaibo.

Para cuando comenzó la segunda semana desde que llegué a la capital, ya había decidido irme del motelito usando la sección de avisos clasificados de El Universal como mapa y ruta se escape. Mis pocos ahorros mermaban violentamente, a pesar de que mi dieta -de almuerzos y algunas cenas- se basaba únicamente en perros calientes pura papa que le compraba al pana Pelo e Rata.

De haberme quedado en el motelito aquel, iba a quedarme desnudo y sin dinero. Y como jamás he sido rencoroso, me despedí cariñosamente de las señoras de limpieza, ya que, aunque me tumbaran cosas del equipaje, ya les tenía cariño. 

Al despedirme besé a Carmela, Sonia, Ninfa, también dije adiós al señor Vicente y hasta los tres perros que rondaban la entrada… pero justo antes de salir, cuando sólo me faltaba besar a Tatiana ¡Oh Sorpresa! Ella hojeaba una de mis Ilíadas, sentada en el cuartico de limpieza.

Creí que al descubrirla in fraganti, me devolvería el libro, pero estuve equivocado. Y a pesar de que le mostré mi nombre, escrito de forma cifrada en 3 partes distintas del libro, me dijo como quien defiende una trinchera, que se lo habían regalado y, nada más… ¡Maldito, libro! Aún sigo sin leerlo.

Nadie se muere de hambre

Pero ese motelito me hizo espabilarme en esta ciudad y a la mala debí aprender varias cosas importantes:
-En Caracas nadie se muere de hambre.
-Cada uno se bebe un café diferente.
-La plata está en la calle y hay que salir a buscarla.
-Los pobres le zampan a los pobres.
-Pueden ocurrir milagros extraños.
-Del cazador al Volta, no es solo un tema musical.

Con 5 tarjetas telefónicas en el bolsillo, de esas que vendía CANTV, y tras varios intentos a números que subrayé en el periódico, una voz telefónica -muy amable- me dijo que ya había alquilado la habitación que le solicitaba, pero que si quería hallar vivienda debía hacer las llamadas los lunes antes de las 8:30 AM, porque “los lunes aparecen los avisos nuevos y después de esa hora seguro que no va a conseguir nada”. Igual seguí llamando a otros números. Hacía un intento y daba paso al siguiente en la cola del único teléfono público que funcionaba en la Plaza Brión de Chacaito. 

Uno de esos, a los que dejé pasar entre llamada y llamada, fue Alcides. Me vio y me preguntó si había encontrado alguna habitación. Yo solo encogí los hombros. Entonces, me ofreció subarrendarme una habitación que él había alquilado, no por necesidad sino “porque estaba a buen precio y era rolo e’ negocio”. Podría dejármela en 8 mil bolívares (para ganarse alguito) pero había un par de condiciones:
-No podía decir que vivía allí. 
-No podía llevar visitas, ni hablar con nadie del edificio, 
-Tampoco atender el teléfono que estaba en la sala (a menos que repicara 3 veces y colgaran. Era la clave para saber que llamaba Alcides). 
-Él vendría al departamento los sábados sólo para despistar.

Me pareció rarísimo todo aquello. Creí que era una caleta para esconder drogas, que allí guardaban gente secuestrada o que vivían prostitutas contrabandeadas de un país vecino, pero como estaba en la calle y la necesidad me empujaba, decidí aceptar y quedamos en encontrarnos ese mismo día, a las cinco de la tarde, debajo del puente de la Avenida Fuerzas Armadas, en la panadería Punceres. 

De esa manera, a hurtadillas, entré en mi segunda residencia capitalina ubicada de entre las equinas de Socorro a Calero.

Pedir café, una tesis de grado

Durante casi un año debí salir de ese apartamento a las 4:30 AM -para evitar a los vecinos- y regresar fuera de las horas pico. Dediqué largas jornadas a desarrollar un sentido de observación a prueba de espías: conocí de lejos a mis vecinos, detecté sus horarios de entradas y salidas, supe de los amantes furtivos que llegaban o se marchaban a horas similares a las mías para evitar ser vistos por maridos ausentes, y puse en práctica mis estrategias para volverme un fantasma. 

Una de esas madrugadas en que salí del apartamento conocí a doña María, una señora de origen portugués que tenía la costumbre de tomar café a las 5 de la mañana. Cada día era la primera clienta de la Panadería Punceres. María pedía sin equivocaciones un extraño marrón claro corto tibio. Pero no era la única en solicitar ese tipo de café trabalenguas, en Caracas requiere de un exhaustivo manual digno de un texto de doctorado.

Después de doña María, me cruzaba de lunes a viernes en la avenida Urdaneta, con “Oreja e perro”, un hombre de unos 40 años, que bajaba del autobús ayudado por unas muletas. Caminaba con dificultad, pero caminaba. Este hombre, ocupaba la esquina Norte de la avenida Urdaneta debajo del Puente de las Fuerzas Armadas. Allí se sentaba. Colocaba las muletas en el suelo y acto seguido se quitaba las piernas (osea las dos prótesis) Pedía dinero hasta las 3 de la tarde cuando un taxi lo pasaba buscando: era un mendigo profesional que hasta chofer tenía.

Sabana Grande o una Gran Sabana

Para el año 2000, Caracas -que no fue destruida por el Y2k- estaba bastante hecha mierda. Era la ciudad en la que te pegaban dos tiros para quitarte unos zapatos de goma en la época de “los jordan”. 

Nota: Para mayores detalles de la Caracas de esos años, consultar la obra Plomo Revienta de Desorden Público.

Atravesar el bulevar de Sabana Grande era un acto de valentía. De Chacaito a Plaza Venezuela se apelotonaban miles de buhoneros que dejaban espacio para 4 angostos carriles por donde circulaba: gente, mercancía, choros, predicadores, jíbaros y policías ciegos, de ida y de venida.

En esa selva de pantaletas y buyines Levis, dos niños me apuntaron con un arma, me quitaron los zapatos y un suéter que estaba fino. Los buhoneros miraron el atraco como quien ve una película (sólo les faltaban las cotufas), pero ni chistaron. Los asaltantes huyeron sin correr siquiera. Sabana Grande era eso, una selva de cómplices salvajes.

Un antojo de todos


Después de los atracos, las colas era el segundo tema porque el que inevitablemente me preguntaban amigos y familiares. ¿Te ladillan las colas de Caracas?, les decía que cuando asumí, que a donde quiera que uno vaya hay mucha gente, comenzaron a fastidiarme menos. 

Pero esas mismas colas parieron una solución acrobática: los moto-taxi. Una forma de no perder el día estacionado dentro un carro y un medio de transporte no apto para cardíacos.

Año 2010. Embarco una moto-taxi para hacer la ruta de la oficina de Cantv en Los Cortijos a la sede de la avenida Libertador. Eran las 4:30pm y las colas de carros una maldición.

Sobre el puente de Los Ruices, el mototaxista serpenteaba los vehículos como en una pista de motocross. Pero no pudo atravesar todo el puente de un sólo viaje. Obligado por la masa vehicular detuvo la moto detrás de un Toyota Corolla color negro, que estaba a medio camino entre un carril y otro de la avenida. Tenía los vidrios abajo, por eso el motorizado divisó velozmente que el chofer mostraba un reloj de pulsera en el brazo que tenía fuera de la ventana.

Como pudo empujó la moto para atrás. Se hizo espacio entre dos carros y ¡Ras! Le arrancó el reloj al tipo del Corolla. Yo empecé a gritar pidiendo que me dejara bajar de la moto, y terminando de salir del puente de Los Ruices se detuvo.

—Mardito ¿Vos sois loco? -le reclamé- Si te agarran me meten preso a mí también por choro…
—Nooo el mío. Que choro nada, lo que pasa es que ese reloj estaba muy bandera.

Es decir, la culpa era del tipo del Corolla.

Haciendo un resumen: En una cola me convertí, a juro, en cómplice de un atraco.

Te amo – Te odio
Con Caracas -al igual que con Maradona- no hay medias tintas. La amas o la odias:
-Hay los que jamás se irían de Caracas o los que juran que nunca vivirían en este verguero.
-Hay los que lloran al ver las guacamayas que cruzan la ciudad cada tarde o los que agradecen a dios que haya puesto una montaña para que los caraqueños no vivan en La Guaira.
-Hay los escriben sobre la ensoñación de Los Techos Rojos o los que escriben cientos de artículos sobre malandros y descuartizadores.
-Hay los que creen que es la sucursal del cielo o los que la miran como al infierno bíblico.
-Hay los que están siempre y los que no estarán nunca.

Yo, soy orgullosamente zuliano -no creo que deba estarlo declarando- pero decidí quedarme en Caracas porque es el manicomio donde no me siento preso.

Así lo escribí una noche de junio de 2011:

De aquí soy

"...no recés pidiéndo auxilio
y bancáte el mal delirio,
si este beso ponzoñoso te alcanzó…
Como toda mujerzuela,
esta Parca me desvela”
(Subirá – Céspedes / Bersuit)

Esta ciudad no calla
no abre grietas
amenaza
mira con asco
no sabe recibir a los recién llegados
empuja y empuja / te saca
es maestra en el arte de marginar…

esta ciudad 
no tiene sabores
huele a basura acumulada y a bolsas tiradas por el balcón
los buenos 
deambulan miserablemente
el resto 
mira por las ventanas

esta ciudad 
regala miedos en vez de mapas
amenazas por postales
acelera para que no te montes
escupe historia sin orgullo
insulta
tiene besos que envenenan
tiene lágrimas de sangre

esta ciudad 
escondite predilecto
de cierto tipo de seres 
que ya no cabemos en otros techos

a este caos 
le pertenezco…

soy un ente de estas colas
de estos gritos
de cornetas infernales
de ofensas baratas
de piropos ardientes
del sexo ofertado en las puertas
de la emboscada y la curda
soy amigo de otros mutantes exiliados
de malandros de vitral
de guerreras nocturnas

aquí pertenezco
soy de una ciudad 
donde muchos sueñan pantallas de tv
y yo 
me asfixio a punta de rock and roll
una babel de cartón

de aquí soy
aunque sea mentira
soy de esta selva 

soy de esta ciudad 
porque me enamora el Ávila
porque duermo 
arrullados por grillos y alarmas de carros
porque te encontré Indira Carpio 
amándonos en el Callejón de la Puñalada

soy de aquí,
de esta Caracas hija de puta 
porque me dio la gana.



Ernesto J. Navarro
Escribo. Escribo lo que veo, pero casi siempre lo que me cuentan. Nací en una ciudad que está bajo el agua, donde se aprende a montar caballos de hierro y el valor se demuestra jugando béisbol o fútbol en calles de asfalto, descalzo, a mediodía. En mi pequeño pueblo solo habían dos distracciones: ser Boy Scout, o fumar marihuana. Yo primero fui Boy Scout... Me he especializado en hacer reparaciones con pega loka, oler comida para saber si está piche y probar la leche que está al borde de la caducidad. Cuento chistes que no dan risa y canto muy bien, aunque se oye muy mal. Me he vuelto capaz de leer 3 ó 4 libros en simultáneo y recordar hasta donde avancé la última vez que lo abrí. Soy papá de 4 mujeres... (sí, ya sé lo que me espera) que me corrigen todo el tiempo como si fuesen más viejas que yo, y me hicieron experimentar qué se siente ir al baño con público. Publiqué dos libros de poesía que no se conocen. Una gente me dio un premio y después se arrepintió, y ahora paso los días mintiéndo-me.

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