Tercera entrega del cuento de Jair Gauna Quiroz.

Cuento: Barcos de papel ( y III )

Tercera entrega del cuento de Jair Gauna Quiroz.


Por Jair J. Gauna Quiroz

Durante más de 20 años viví al sur de una península, haciendo viajes frecuentes que atravesaban su istmo de arenas, viendo el oleaje a ambos lados y sintiendo la brisa marina que refrescaba el calor del Caribe. Pero finalmente he visitado una auténtica isla, una porción considerable de tierra que se encuentra separada del continente. La Ilha dos Marinheiros es la más grande de la Lagoa dos Patos, al sur de la ciudad donde vivo. Está unida al continente por un puente artificial que puede recorrerse a pie en 20 minutos, viendo a los pescadores en sus embarcaciones pasar por debajo, los pelicanos sobrevolando en la caza y los nativos intentando pescar con caña desde sus orillas. Mi primer recuerdo de la isla es un muelle angosto de madera a mitad del puente, desde donde veía al cielo nublado unirse con las aguas plateadas, reflejo interrumpido por la orilla lejana de la laguna y los barcos anclados, como abandonados a su suerte. Era una tarde fría de invierno pero no nos importaba, estábamos bien abrigados y Yuri caminaba el muelle con parsimonia, sosteniendo la cuia y el termo, sirviéndose un chimarrão caliente antes de regresar al carro.
Entramos a la isla en una carretera austera de tierra, vimos en el mapa como esa vía daba una vuelta por la costa y nos dejaría nuevamente en el puente de entrada. A medida que avanzábamos veíamos huertos de fresas y lechugas, también algunas plantaciones pobres con árboles frutales y casas de madera. La humedad lo invadía todo, se manifestaba en la corrosión de cercos y las manchas de hongos de los muros antiguos, a veces veía una mujer tendiendo ropas en el patio y más allá, un campesino con herramientas de cultivo. Yuri estacionó cerca de un bosque de bambú, bajó del carro y le seguí. Subimos una duna pequeña y luego descubrí que estaba en un medanal de arenas blancas que no se dejaban ver por la vegetación. Nos adentramos un poco más y luego de un grupo de pinos y arbustos frondosos, descubrimos una laguna de aguas claras que era muy frecuentada en verano. El silencio se imponía sobre los árboles, en aquel reino solo hablaba el viento, creando un oleaje quieto, distinto a las aguas que rodean la isla.
A medida que explorábamos la zona oeste, veíamos iglesias de una sola nave y escuelas pequeñas, incluso un muelle techado que nos permitió ver las ciudades de Rio Grande y São José do Norte, con sus edificios altos y puertos industriales. La ruralidad de aquella isla, centrada en el cultivo y el escaso turismo, nos permitió reflexionar sobre el estilo de vida al que estábamos acostumbrados en la ciudad, con sus distracciones nocturnas y sus lugares de ocio vinculadas al consumo. Aquel lugar desprovisto de sofisticación arquitectónica, de servicios y tecnologías complejas, enunciaba una serie de incomprensiones, cuestionamientos que se silenciaban con el ruido del mar y el saludo espontáneo de algún morador amable. 
La vida de sus habitantes me hacía pensar que era una isla con historia reciente, hasta que descubrimos la capilla Santa Cruz en la zona oriental: su fachada azul y blanca lleva la inscripción de 1935 en su frontón rematado con campanario y dos llamas flameantes a ambos lados de la cruz latina. Su estilo peculiar tomó molduras y formas del neoclasicismo y el Art Nouveau, haciendo un guiño al patrimonio del siglo XIX de las urbes más antiguas de la región. El isleño empeñado en traer la civilización a ese lugar remoto, imitó las costumbres y modos de aquellos lugares con calles de asfalto y aires de progreso. Luego de aquel pequeño poblado alrededor de la capilla moderna, hay cultivos y ganado, caballos pastando y maleza que ganó el terreno, ya nadie vive allí, la zona noroccidental de la isla es aún más huraña. 
No nos importó interrumpir la exploración, recorríamos felices el camino, escuchando música tradicional de acordeón y guitarra sobre amores, caballos y días de campo. Regresábamos a la ciudad y comenzaba a llover como aquellos días de mi infancia, una lluvia tempestuosa que traía una sensación de libertad, unas ganas de bañarme desnudo o de caminar las calles con apenas un paraguas, solo que esta vez convertía aquel carro en refugio, transmutaba aquel viaje sencillo en una travesía inolvidable. 


Jair Gauna Quiroz
Venezuela (1992). Escritor y ensayista, miembro de la Cátedra de Literatura Agustín García desde el 2014. Además, investigador y crítico de arte que ha realizado varios textos curatoriales para exhibiciones individuales y colectivas del Instituto de Cultura del estado Falcón y el Museo de Arte Coro.

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