En este texto Gabriel Mantilla Chaparro nos transporta a una Mérida aún latente en su poesía, la cual le sirve para presentarnos entre la jocosidad, la intimidad y la admiración, a el Conde Blue.
"Aquí las muertes y los nacimientos
cambiaban las cuerdas del buque"
Ramón Palomares "El Viajero"
cambiaban las cuerdas del buque"
Ramón Palomares "El Viajero"
Por Gabriel Mantilla Chaparro
Fotografía: Tatuy TV
El Conde Bleu, fue el primer poeta que conocí en Mérida, allá por el año 1975, yo era alumno de humanidades en el liceo Libertador. Estudiaba 5º año. Nos conocimos en el comedor universitario donde comíamos, Junto a otros amigos universitarios: el ruso Jorge Katrich, Arnulfo Poyer y un grupo de Forestal. Todos excéntricos, hippies, etc. Y cuando venía al "Ánfora de Aquarius", que fundó José Lucilo Zerpa y yo era su ayudante, en la Gran Fraternidad Universal, yo era el menor de todos ellos.
Concluyo mi 5º año y me voy a Caracas. Dos años después retorno e ingreso en la Escuela de Letras. Ya antes había conocido una chica, mi novia, ella estudiaba un segundo semestre de la carrera. Volví a encontrarme con el Poeta Alcides Rivas, el famoso "Conde Bleu". Nos saludamos, el poeta me los presentó a todos ellos; a Calligaro, a Carlos César Rodríguez Ferrara, a Roldán Montoya del grupo "Laurel", el Catire Paul, a "Nando" Altamar, el Barranquillero. Eran la flor y nata de los Poetas de la Facultad y de Mérida, entre el grupo de los Jóvenes. Ya estaba advertido de que era un grupo con fama de "raros"; de "conductas extrañas" pero nadie les negaba que eran "Poetas". Siempre estaban a la entrada de la Facultad, fumando, conversando, riendo. Después conocí al santón de todos esos Poetas raros: Hernando Track. Más tarde a los "Viejos lobos", a José Barroeta, Carlos César Rodríguez , Ramón Palomares, José Manuel Briceño Guerrero el Filósofo -entre otros- y me lancé de lleno al mundo de las Letras, a compartir mi vida entre Poetas, la actividad literaria y mi novia, hoy día la abuela de mis nietos.
El Conde, desde el comienzo me llamó "Castellanos". Fui testigo de sus buenos y malos ratos de salud, que lo llevaban al borde la muerte; de sus crisis de vivienda y de medios de supervivencia; pero también de cuánta solidaridad desplegaban hacia él muchas personas que tenían modos de atenderlo, de llevarlo a convalecer y alimentarlo, en sus casas. El Poeta era respetado, reconocido, querido, admirado y era un honor tenerlo de visita, en medio de una fiesta. Era un hombre sencillo, respetuoso, franco, con una capacidad impresionante para improvisar la poesía, para expresarla en forma aluvional, como un mago, como un ángel que estuviera anunciando algo nuevo. Era un Caballero de la Poesía. Y él se sentía feliz de estos arrobamientos, la mirada le brillaba, su mirada café y sonreía satisfecho de su hazaña, sin envanecerse. ¡Cuántos de esos poemas del Conde se perdieron!, nadie los grabó, no se escribieron nunca. La misma tarea de recoger la Poesía del Conde es para un Titán. Es impensable reunir su obra poética. Mis respetos a quienes logren una aproximación.
En una ocasión le invité a mi apartamento de la residencia "Domingo Salazar", era un espacio pequeño, tipo estudio, pero acogedor y mi esposa lo tenía muy bonito. estábamos solos. Preparamos unos espaguetis, pero en medio de la conversación y las cervezas, me descuidé; se pasaron. Yo los quería al dente pero formaron una especie de sopa. teníamos hambre y era lo único que había, unas sardinas y nada más. tomé la decisión de colarlos; yo buscaba hasta que fueron apareciendo los fideos y caía la mazamorra en el envase. No le dije nada, él estaba entretenido mirando unos libros, leyendo unos poemas. Le serví, pasta con crema de pasta. Eso era lo que dicen en Falcón, un guarupepe. Después de comer le pregunté si quería más espagueti y me dijo: -No, no Poeta, mejor deme más sopita.
En otra ocasión lo conseguimos en la avenida 3, cerca de nuestro apartamento; vivíamos entre la 19 y 20, en el edificio Monserrate. Teníamos un buen almuerzo porque el padre de mi esposa venía viajando desde Punto Fijo y como todavía no llegaría, le invitamos a almorzar. Mientras mi esposa atendía la cocina y yo estaba pendiente con ella allí, él, el poeta estaba en nuestra habitación con todas las prerrogativas del amigo invitado. al rato salió y nos dijo: -en honor a su gesto conmigo, Poeta Castellanos, Princesa, les he dado un obsequio que seguro sabrán valorar y conservar como lo merece, vengan a ver. Y nos llevó al cuarto: había trazado unas llanuras, unos ríos, unas estrellas, una luna y unos poemas por todas las paredes.
Le agradecimos ese maravilloso gesto, se despidió de nosotros. Tan pronto salió, buscamos un galón de pintura y procedimos a cubrirlo todo porque el suegro no entendería tanta magnanimidad. Nosotros estábamos arrimados allí y una de las reglas era: cero clavos, cero cuadros, cero rayar paredes. No podíamos permitirnos el lujo de tener la opción de una crisis de hospedaje.
Llegó Gabriel Jiménez Emán a Mérida -regresaba después de muchos años- él había estudiado en la Escuela de Letras, conocía a todos eso Maestros Poetas y filósofos, profesores, el medio editorial y demás fauna. Venía de Barcelona, España. Junto a Gabriel eran continuas las veladas, los cantos, las comidas. Un día nos dijo que tenía unos zapatos en muy buenas condiciones, para dárselos a alguien que los necesitara. Yo enseguida pensé que sí sabía a quién se los podíamos dar, al Conde.
Días después lo encontré en la calle y le comenté. Le pregunté qué numero calzaba y me dijo:
-ah, no Castellanos, eso no es problema, eso depende.
-¿Depende, depende de qué?
-Bueno, si me quedan grandes yo explayo los dedos y si me quedan pequeños, los engarruño.
El poeta iba a la Escuela de Letras y al poco rato tenía a su alrededor a un grupo de jóvenes escuchándolo, riendo, tomando notas, gozando de sus ocurrencias; o aprovechaba los auditórium llenos de gente y hacía su magia, su show. Le querían, le admiraban, le brindaban.
A veces, él, el poeta Aladym y yo, nos íbamos al bosque de la facultad de Forestal, a conversar, a hablar de Poesía, de la vida, a invocar el poema. y pasábamos un rato magnífico que siempre tenía el regalo de un improvisado y magistral monólogo poético del Conde. Era su fuerte. Su poesía cósmica, sideral, infinita; ese polvo estelar que hoy es; inabarcable, era única, no se parecía a la poesía de nadie anterior o contemporáneo con él.
Publicó su revista a cualquier hora, en cualquier lugar, su "Gacela Polar", motivo perenne de su orgullo, donde recogió la gran antología de Poemas de tantos poetas de diversas latitudes. ¡Qué tremenda labor recoger sus poemas, su revista! Con unos pasantes se podría intentar y una buena coordinación; ya yo estoy viejo para encargarme de eso y el tiempo que me queda y que esta máscara de realidad que padecemos me deja, lo aprovecho para poner en orden las cosas que dejaré en el talego.
Mérida fue la ciudad que logró retenerlo tanto tiempo. Era un Poeta mayor, quizá el último de la manada de "viejos lobos".
Poetas como El Conde Azul y Aladym, pasajeros infinitos de una ciudad como Mérida y de sus bosques, presencias indubitables, escapados lebreles o antílopes. De las esencias puras de una poesía que hunde sus raíces en el légamo, en la corteza, húmeda y soleada de la Naturaleza y sigue el curso del río allá, en el páramo, en el valle, pronunciando su mágica palabra, como en oración, a cielo abierto, dicha con voz titánica que se expande por toda la garganta de la montaña en un eco que sólo Dios escucha.
El Conde Bleu y Aladym eran siempre una referencia de pureza, de vida espiritual, de mirada profunda del ser y de la condición humana; sus mismas carencias y vicisitudes dejaban ver con mayor revelación esas potencialidades místicas de ambos. Pensar, nombrarlos a ambos era casi instintivo. Los jóvenes de las generaciones emergentes, que nos agrupamos en Tahona, Mucuglifo y los ya viejos de Laurel, Hombre Nuevo, nos sentimos honrados siempre con la presencia de estos dos hombres, de su obra, de su amistad. Ellos eran el Hombre y el Conde. El único Conde verdadero que Venezuela ha tenido.
Conservo de él varias obras pictóricas, pero sobre todo conservaré siempre el recuerdo de haber sido objeto de su amistad sincera, de su abrazo y mirada solidaria y noble, de su nobleza, de su infinito optimismo contagiante. Por más que uno se encontrase en el subsuelo, encontrarse con él era empezar a volar en segundos por el universo celeste y cada estrella que uno viera era una palabra luminosa, explosiva, de un poema suyo. Si algún elemento le define es el aire, el Universo.
Nadie olvidará esa mirada noble, esa sonrisa mínima, sencilla que acompañaba siempre tocándole a uno el antebrazo. Así debe ser la Poesía, grande, humilde, inmortal, definitiva; y pobre si ese es su destino. Esa es la lección que nos dejan Aladym y el Conde en su paso por esta alcabala que es la vida. Porque la Eternidad es otra cosa y es infinita como los hombres que no dejan de crecer nunca, que se han ido a preparar la fiesta donde seremos sus invitados.
Walt Whitman tenía certeza de esto, él decía: " (...) la hojita más pequeña nos enseña que la muerte no existe: / que si alguna vez existió, fue sólo para producir la vida; / que NO está esperando ahora, al final del camino, para detener / nuestra marcha; / que cesó en el instante de aparecer la Vida. / Todo va hacia adelante / y hacia arriba. / nada perece / y el morir es una cosa distinta de lo que algunos suponen /¡Y mucho más agradable!" (Canto a mí mismo).
Escribo en mi celda, en mi torreta, frente al valle y con la montaña detrás, llueve intensamente, escucho una música que apenas se insinúa. Pienso en estos poetas, en la manada que se ha ido; justo a la hora , antes de que los obuses, las bombas, la hambruna y la metralla hagan su esperado debut. No sé si envidiarles o lamentar su vuelo hacia los remotos puertos y cimas de la eternidad. A ellos les gustaba la vida, no temían a la muerte y no fueron penosas sus enfermedades, justo lo suficiente para arrancarlos de nosotros, mas nunca de nuestros corazones. No trazaron una ruta de tiza, sino una profunda huella que nos invitan a seguir, para alternar en esta danza de la ambición, la muerte trágica, el cinismo y la soledad; a fin de que de esta diáspora en que sentimos nuestros huesos bajo fuertes candados, podamos insurgir hacia el ágora y escapar, a través del poema y de la poesía, de la brutalidad de todo esto; estallar como un lirio en enero, como una magnolia o una rosa lo saben hacer en el medio de una fría y hermosa madrugada, cuando todos duermen.
Sólo así se habrá de pagar esta "mágica insolencia" de estas existencias, de estos ángeles o magos, que vinieron a sacudirnos, a enseñarnos, a retarnos, a decirnos que nosotros también podemos llegar a burlarnos de la máscara planetaria y dejar testimonio de nuestra queja, de nuestra esperanza, de nuestra voz en alto, de nuestra riqueza, para enfrentar ese mundo bestial que asoma sus hostiles colmillos, ese mundo miserable, limitado, que rigen unos pigmeos morales de la peor ralea; que ofenden nuestra juventud y nuestra vejez y pretenden que nos sintamos cómodos en el lecho de angustia en que quieren convertir este bello mundo.
No tienen nuestro permiso.
Escritor colombiano (Cali, 1954).
Reside en Venezuela, país del que se nacionalizó. Licenciado en letras y magíster en literatura latinoamericana por la Pontificia Universidad Javeriana. Es profesor asociado y jefe del Departamento de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Los Andes (ULA), en Mérida. Dicta las cátedras de Taller de Poesía y Cuento y de Literatura Contemporánea. Es autor de los libros de ensayo Hernando Track, el superior de las lámparas (1992), Vivir a pulso (1995), Ser filosófico y ser poético en la obra de Álvaro Mutis (2001), Los hijos de Acteón (2002) y Viaje al poema (2003), y de los poemarios Último bosque (1985), Canción para Mervarid (1985), El velo de Maya (1998-2000), Una tumba en el bosque (2000) y Larga es la noche (2001).
Gracias, bonita publicación. No la había visto. Salud ,amigo Ennio y equipo Madriguera. Gabriel Mantilla Chaparro
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