Una entrevista  ficcional a la poeta Miyó Vestrini 

Extraño adivinador de palabras. Entrevista imaginaria con Miyó Vestrini, por Salvador Garmendia



Una entrevista  ficcional a la poeta Miyó Vestrini 

Por Salvador Garmendia

Sol. Son las once y media. La entrevista debía comenzar ahora mismo, pero todavía no sé por dónde. Venimos atravesando la Plaza Baralt de Maracaibo; tal como podemos verla hoy, sin nada encima. Salvo la luz que crea espejismos. «Pero tan veloces que no podemos verlos», dice Miyó. «¿Estás segura de no haber visto uno jamás, aquí?», le pregunto. «Quedamos en que no se hablaría de intimidades. ¿Está bien?»

—Dime, entonces, qué te parece el lugar que elegí.

—Este es exactamente el punto, Salvador. Estoy en mi centro. Y eso que jamás puse el nombre de mi ciudad en mis poemas: Maracaibo; tal vez, porque, aún antes de pronunciarla, la palabra me ensordecía. Puedes verla escrita aquí, «en este golpe que tengo en la frente por abrir puertas a cabezazos»

—Menos mal que podemos disponer del paisaje como queramos. Así que, si gustas, voy a pasar la palma de la mano por encima, como si quitara el vaho de un espejo y ¡ya! Esa especie de templete vulgar que levantaron sobre las ruinas del Maracaibo más auténtico, ha desaparecido. Borrado ese adefesio, el centro de la ciudad vuelve a ser deslenguado, jovial, impredecible. Ha recuperado su naturaleza. Aquí tenemos otra vez la calle La Calle Derecha…

—…tan confianzuda con el color, ¿verdad?; tan creída de ser la única derecha del principio al fin, en medio de una confusión de callejuelas, donde se dice que tuvieron lugar las peleas a machete contra los piratas. ¿Quién es el responsable de este despropósito urbano que cometieron aquí, a mansalva? Lo que dejaron fue una ciudad acuchillada, inválida; una calavera pintada. La Calle Derecha. Muchas veces la vi, mirándose desnuda en un espejo, de pies a cabeza, con la frente erguida y el pelo derramado a la espalda, envanecida en su opulencia, desafiante, sabiendo que no le faltaba un detalle, que estaba completita y en su sazón más alta como fruto que empieza a abrirse bajo el sol… Más allá estaba el Saladillo. Un laberinto que debió haber sido abandonado por los duendes. Las casitas eran cubos pintados, que fueron traídos de algún lugar y colocados a ras de la tierra… Pero eres un pésimo entrevistador, Salvador. Lo sospechaba. ¿Cómo permites que me ponga a hablar de lo que se me venga en gana? Ponte tu ropa de trabajo, saca las herramientas; pregunta. 

—Perdona. Yo creí que la pregunta fundamental era esa: Maracaibo.

—Tienes razón. Cuando me trajeron a Venezuela era una pichona de inmigrante, porque venía llegando casi directamente del vientre de mi mamá francesa y mi primer hogar venezolano fue Betijoque, en el estado Trujillo; una comarca tan andina que hoy todavía me parece verla de ruana y sombrero negro, montada en un burro como el retrato de una vieja campesina. Allí estábamos muy lejos de aquello que las postales nos habían dicho que era el trópico. El sol tenía que haber sido el gran déspota, pero lo que encontramos fue una prenda ligera teñida de amarillo, que cubría los cerros por la tarde. Neblina, frío a todas horas. En aquel ambiente conventual, las primeras virtudes encomendadas para su guarda a las mujeres, eran el recato y la obediencia y había que ser católico las veinticuatro horas, porque íbamos pisando el filo del infierno y hasta un soplido podía hacernos caer… ¡Oye!, ¡Cuidado con esa mirada burlona! Soy católica, ¿eh? En realidad, no sé si lo soy, pero creo en sesenta mil cosas; no hice más que creer en toda mi vida. Imagínate, en esas condiciones, Maracaibo me cayó encima como un tigre, me abrió de arriba abajo con las uñas. Por eso, creo que en esta ciudad solar descubrí la poesía de la adolescencia. Descubrí también el tamaño de mi padre, Renzo Vestrini, un pintor dueño de secretos antiguos, precursor del abstraccionismo informalista; las revelaciones del color, las texturas. Carlos Contramaestre miraba esos cuadros con asombro. Veía correr ríos de lava, sin poder creerlo. Lo imaginario, el gran desafuero, el desafío, el magma estaban palpitando allí, en carne pura. Pero quiero hablarte de la montaña, donde todo fue demasiado tranquilo para aquella niña entumecida y llena de miedos. El corazón no pasaba de ser un alfiletero de peluche, donde se clavaban sin sacar sangre los pecaditos de una niña que a veces lloraba por nada, ya que aún ignoraba cuáles iban a ser los veredictos sobre ella. Pero después, bajo cuarenta grados a la sombra, sentía, en las madrugadas, que el viento golpeaba mi ventana sin dejarme dormir. Si me levantaba y abría, todo afuera estaba en paz, paralizado; la ciudad indefensa y dormida. Entonces, volvía a la cama y el viento empezaba de nuevo. Ya había pasado antes. Sabía que era conmigo. Los golpes resonaban en mi propio cuerpo. Ese viento terrible, al fin y al cabo, lo decidió todo…

Pasó un ángel. Bueno, es lo que siempre se dice cuando un silencio nos hace callar. También empieza a soplar un poco de brisa. Pero en realidad, solo estoy mirando las ramas de un flamboyán que sobresalen de una tapia y se mueven diciéndome que no. De pronto, Miyó rompe a reír. 

 

—¡Cuidado, muchacho! Ha pasado medio minuto. Estos silencios son peligrosos para mí en las actuales circunstancias. No hagas nada que pueda obligarme a dar un paso atrás, porque…

—Estaba pensando que habláramos del cine. Sé que alguna vez deseaste furiosamente escribir guiones. No me lances miradas puyadas. Dime qué pasó.

—Es que no pasó nada… Pero el cine; ¡qué tentación! Acercarse a él es como tentar al diablo. Una operación arriesgada, temible. ¿Cómo saber qué va a salir de allí? Solo que en Venezuela, hacer cine es muy diferente a lo que es en la realidad (porque en muchos aspectos nuestro país es de mentiras). Hacer una película es como poner a un pueblo en movimiento; casas, gente, máquinas, noches en vela; pero para mí, todo aquello quedó entre cuatro paredes; el cuarto rodeado de libros y afiches viejos, donde nos entregamos a divagar en dos columnas, audio y video. Una mañana entera, dándole con furor a un teclado, para que vayan apareciendo en el papel las líneas del proyecto que todos estos días ha ocasionado, en tu cabeza, una lluvia de imágenes; lluvia que cae en cualquier parte y te empapa así sea bajo el techo; cuando andas en tu carro, mientras almuerzas a toda carrera en el restaurante de la esquina o en la redacción, cuando de pronto pierdes el hilo de lo que estás haciendo y empiezas a imaginar una escena que te ha estado mortificando sin querer salir y es indispensable para que la coherencia de la acción se reanude. Pero, de

todas maneras, antes de que llegues al final; la maldita página ochenta que ya no tiene vuelta atrás; el desaliento que te invade te está diciendo que no va a haber una sola vuelta de manivela para ti ni una palabra que salga de la boca de un actor. El cine fue siempre para mí, la ficción en presente, la mentira como sujeto que se inventa a sí mismo y se goza en su propia invención. Es el deseo que nos usa como un cuarto de hotel, donde se paga solo por esperar lo que no llega.

—En tus últimos poemas, los de Valiente Ciudadano, cargados de espectral ironía, tú dices por aquí…

—¿Por qué no me preguntas algo que no sea poesía?

—Sí, pero, ¿es que ese «algo» existe?

—Me haces reír. Oye: nada de lo que existe sobre la realidad es poesía. Tampoco lo es aquello que el hombre ha venido agregando después, encima de todo; porque nada de eso es palabra, nada es soledad o memoria ni materia amorosa… Ni siquiera las bellas ciudades, los puentes y la lluvia o «caminar por la 42 de Nueva York» o «en la fresca sombra de Luxemburgo». De todas maneras, seguimos adelante con las manos en el bolsillo del abrigo y cuando al rato volvemos la cabeza, allí estamos de nuevo, pero dentro de nosotros mismos, cruzando ese puente otra vez, bajo una lluvia igual. Porque todo en realidad es ficción, todo es un artificio de la memoria, así como el canto de un pájaro no es el pájaro mismo ni nos refiera nada sobre él, es solo la identificación de una especie animal. Un texto. Si el ornitólogo pudiera disecar también el canto, el resultado sería algo tan frío y patético, al mismo tiempo, como lo sería una figura geométrica que pretendiera inútilmente sonreírnos. Sostengo que nada de lo que podemos tocar, respirar, tragar es poesía. La naturaleza no es lenguaje. No hay nada que la haga tomar distancia de sí misma. Las distancias las establecemos nosotros. Desde ese momento, todo puede empezar a funcionar. La piel se rasga. La poesía puede empezar a salir por las grietas. Procura verlo en este poemita. No es nada, pero precisamente por ser nada, te servirá de ejemplo. Le puse Blanca Nieves:

El amor no es mucho,

si no lo tienes.

Hoy vi a Blanca Nieves

Soñando con su príncipe

Y preguntándole:

¿Cómo van tus ahorros?

¿Cómo va tu espíritu?

¿Quieres tomar un trago conmigo?

¿Quieres montar mi potro salvaje?

—Entonces, en medio de todo, a dónde situarías la poesía.

—Eso es lo que intento averiguar, pero sin que hasta ahora haya obtenido resultados. ¿No se me ve en la cara? Pero no te desanimes. Puedo decirte, para que lleves algo, que ese intento se parece a una vuelta a casa; la casa que no está o que nunca estuvo. Unos corredores silenciosos. Los cuartos vacíos; el ordenado mobiliario; objetos que se miran a las caras con la respiración suspendida. Tengo miedo de quedarme allí y sin embargo quiero mirar debajo de las camas, porque sé que la clave del secreto debe estar escondida en algún lugar, entre el polvo y los olores viejos. Poco después, la casa desaparece de sus cimientos sin que me hubiera dado cuenta y otra vez me encuentro rodeada por el miedo y la confusión.

—El espacio se acaba. Bueno: tú sabes de esas cosas. Hablemos entonces del periodismo. O sea, algo como tu vocación o tu manera de respirar en público.

—Buen salto. Pero vayamos con cuidado. Porque como eres tan mal entrevistador, Salvador, corremos el peligro de quedarnos en el aire. No dejes que camine por donde yo quiera, cabálgame como a uno de esos burritos de Goya y llévame al paso. Sí. Me gusta el ruido, me gusta el olor de la redacción de un periódico, porque allí no hay separación de sexos. Las redacciones son igualitarias, al menos formalmente, a lo que toca al compañerismo y la lealtad profesional y aunque las mujeres todavía no «valemos» igual, a la hora de discutir salarios, al menos la sala de redacción sigue siendo un buen campo de entrenamiento, donde nos preparamos para otros desafíos, Así fueron los días acelerados de Diario Occidente y Panorama de Maracaibo, un tiempo de pruebas y coitos innombrables, rayado para siempre por nombres que forman parte de mi vida como Ignacio de la Cruz, Hesnor Rivera, Argenis Bravo. La adolescencia nos ladraba cerca: una vez, durante una amanecida maracucha, ¿te acuerdas carajito? Rodolfo Izaguirre, tú y yo caminábamos despeinados, tambaleándonos por una acera. Tocábamos en la puerta de una casa y echábamos a correr como locos, hasta que tu gritabas: ¡paso e` león! Y recuperábamos la marcha, jadeantes y felices como niños. Al principio, la llegada al periódico era como ritual para mí, periodista bisoña y para mayor defecto, mujer; carajita, más bien. Cada mañana, sentía que me ponía los guantes, demasiado pesados todavía para mí y pasaba por debajo de las cuerdas para subir al ring, pero era muy temprano todavía y estaba sola, parada en el centro de la lona, mirando las filas de localidades vacías, bajo esa penumbra neblinosa y fría de los gimnasios, que me infundía temor y desaliento. Me veía paliducha y enclenque, dejada en la mitad de un mundo vacío, donde iba a estallar la algarabía un momento después. ¿Estaría preparada para la pelea? Pero también iba a llegar, pero muy pronto el mal sabor de la rutina, sabor a papel viejo, porque «toda la vida no se tiene ganas de hacer lo mismo».

—Aquí está dicho, deja que lea ese poema tuyo. Sí. No arrugues la cara. Digas lo que digas, es hermoso: «confórmate, ¿ves? Todos los días la gente regresa a su casa, ¿no? Y no vas a componer las cosas arrechándote por una cama o una cortina floreada o una mesa cuadrada, métete un viaje de toña la negra o Leo Marini o de la bola de nieve y cálate tus cuentos y los míos, y hablando de infortunios, no te metas, ¿o.k?»

—Es el desgaste lento, indoloro pero visible, atrozmente y visible en sus efectos, cuando no hay tiempo de salir a comprar un spray en la esquina, a fin de reparar el daño antes de que aparezcan los demás. Una entonces se recoge sobre sí misma, lista para pegar el grito o el portazo definitivo. (En las fiestas te sentabas lejos de la puerta y de mí, por lo mismo; querías estar lo más lejos posible del portazo, del coñazo fatal en el momento en que mi arrechera explotaba, bañando a todo el mundo. ¡No te rías!) ¿Qué te venía diciendo? Hay un poema sobre eso.

—Otra de tus enumeraciones que cortan el aliento es el poema XIX de El invierno próximo: «las palabras los balbuceos el niño el mercado la oficina el atardecer los manotazos de la cama el café el servicio el arroz la literatura el mercado el automóvil el ginecólogo las pinzas el éter los parientes el dinero los recibos el periódico la muerte la revolución el campo la cía los candidatos los ratones el i ching las pantuflas el rubor la crema de día la crema de noche el lavado el trago la espiral la muerte el mercado la vecina los golpes el teléfono las facturas la casa… y grita».

—Como sabes, cada quien tiene un estilo de juego; pero, aunque las combinaciones pueden ser infinitas, el juego sigue siendo el mismo de siempre. ¿Cómo saber, entonces, si ganaremos una vez?

—Yo jugué mal, eso es lo que sé. Al final, me faltaron cartas; pero no lo pude evitar. Sería porque puse demasiado de mí misma en cada jugada; todos los riesgos de una vez y aposté por lo que no eran más que palabras y balbuceos. Porque no hubo ninguna que fuera bana para mí. Tampoco lo fueron los tragos; los tragos «son dulces y demoníacos». Los puse todos en cada gesto «porque hay hombres que abren las sábanas y entran». «La plaza del pueblo todavía espera por mí y me contempla asomada a la ventana». «La vida no forma parte de las grandes leyes del universo/ soy un azar solitario/ en este espacio de penumbras y rituales» Al final, digo, en cualquiera de los miles de finales que nos cruzan me estaba esperando una borona de barro seco que se volvía polvo cuando la golpeaba con el puño.

—Bueno…Me imagino que ahora sí. Se terminó el espacio.

—Ya me había dado cuenta.

—Entonces, qué te diré… Hasta luego.

—Chao, muchacho.

—¿No dejas nada para los demás?: tu despedida.

—«Que la muerte sea simple y limpia

como un trago de anís caliente

o una palmada cuyo eco se pierde en el monte».




Salvador Garmendia
El 11 de junio de 1928, nació en Barquisimeto el escritor venezolano Salvador Garmendia, quien también fue un destacado docente universitario y periodista, así como escritor de guiones para radio y televisión.
A su llegada a Caracas fue integrante del grupo Sardio y miembro fundador del “El Techo de la Ballena”, director de la revista Imagen Latinoamericana y del Instituto Nacional de Cultura de Caracas. Los pequeños seres, su primera novela, publicada en 1958, dio a conocer sus notables dotes de observación y su interés por la existencia gris y rutinaria de los habitantes de los centros urbanos, de la alienación que sufren en su trabajo y el medio familiar. En 1959 obtuvo el Premio Municipal de Prosa por esta novela.
Sus finas exploraciones en la inadaptación y el fracaso se extendieron después a nuevos ámbitos en las novelas Los habitantes (1961), Día de ceniza (1963), La mala vida (1968), Los pies de barro y Memorias de Altagracia (1973), obra que terminó de inmortalizarlo en las letras venezolanas y latinoamericanas.
También enriqueció el realismo con el aporte del género fantástico a través de la publicación de cuentos, y recibió el Premio Nacional de Literatura en la categoría de narrativa en 1973.
Además, Garmendia ganó el Concurso Internacional de Cuento “Juan Rulfo” con el relato Tan desnuda como una piedra. Entre sus obras también destacan: Los pequeños seres, Los habitantes, Difuntos, extraños y volátiles y Cuentos cómicos.
Salvador Garmendia falleció en Caracas en 2001, a causa de una enfermedad pulmonar.

* Biografía y fotografía tomada del CENAL. Fuente: http://cenal.gob.ve/?p=4948

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