«En su Filosofía de las formas simbólicas, obra de tres volúmenes publicada entre 1925 y 1929, Ernst Cassirer señalaba ya que más que un mundo físico, el hombre vive inmerso en un universo simbólico, en una red construida por el lenguaje, el arte, el mito y la religión. Tan envuelto está por dicha red, que no puede ver ni conocer nada sino a través de la interposición de este medio artificial. Basándose en tal aseveración, define al hombre no como un animal racional, sino como un animal simbólico».
Colombres, 2014, 25
Las pruebas, argumentos y conclusiones, ofrecidos por los más variados investigadores especializados en buena parte de las diferentes ramas que componen ese particular constructo, de apariencia robusta e inflexible y de naturalizada precisión heurística, llamado ciencia, suelen recaer en un lugar común cuando afrontan la tentativa de organizar rigurosa y lógicamente, las causas históricas, antropológicas y sociales que de manera fundamental, avivaron el largo proceso que decantó en la constitución del ser humano tal y como lo conocemos hoy día, con su proverbial capacidad de abstracción y categorización, de la que tantas bondades analíticas se desprenden. En esta especie de certeza globalizada y respaldada por elaboraciones teóricas provenientes de distintas disciplinas científicas, que algunas veces suele manifestarse con retórica casi dogmática, es común hallar una estructuración lineal donde se enlazan unidireccionalmente, un conjunto de fenómenos considerados como los hitos evolutivos de la especie. De esta manera, el descenso de los árboles a las planicies, la transición de cuadrúpedo a bípedo, la transformación plástica de la roca, de los huesos y astas de animales, en piezas de una altísima significación simbólica, por mencionar algunos de los eslabones de la cadena, quedan convertidos en meros instantes y su importancia reducida a posibilitar la transformación de homínido a humano, ambos diferenciados gracias al dominio del pensamiento racional que este último alcanza.
La principal consecuencia de este enfoque es la consolidación del evolucionismo en sus diversas vertientes, erigido sobre el entendimiento de cada uno de aquellos saltos cualitativos, como la consecución de un ascenso constante en que el estado ulterior funge como superación fundamental de la situación previa. De aquí se desprende que la secuencia magia – religión – ciencia, sea asumida como una linealidad lógica que conduce, en un devenir fatal, a la forma de entendimiento de la realidad más precisa al alcance de la especie. Sin embargo, no es el interés de este texto abordar las limitaciones del método científico, o sus íntimas interrelaciones con el contexto histórico y social que rodearon su surgimiento, despliegue y aplicación, basta con aclarar que al ser aquel producto de un proceso cultural específico, su supuesta universalidad no es solo cuestionable sino ilusoria, y que en su lugar existen otras formas de pensamiento, otros mecanismos de interrelación entre los seres humanos y su entorno multi-dimensional concreto, capaces de establecer vínculos que trascienden los límites de espacio – temporales.
Quizá la persecusión de esas otras formas haya intervenido en las motivaciones que de forma directa o indirecta, han impulsado a Thalía Sánchez a emprender la composición de su libro Intervenciones a la Luz, en el que a través de la escogencia de esta como símbolo esencial y estructurante de su discurso poético, tanto a nivel literario como fotográfico, elabora un lenguaje amalgamado entre palabra e imagen que pareciera responder al deseo de explorar exhaustivamente distintos significados relacionados con aquella, en base a su perspectiva personal y de una forma en la que se transparenta la persistencia de una comprensión de la subjetividad, no como oposición a la universalidad, sino como ámbito personal donde se manifiestan fuerzas, nociones e intuiciones de naturaleza social o colectiva, cuyo origen puede adentrarse en los períodos más remotos de la historia humana. En sus palabras no solo puede reconocerse con claridad su propia voz, una voz bien afirmada en su época y en los problemas de su tiempo, también puede delinearse un posible interlocutor implícito igualmente contemporáneo, en quien reposa la luz de forma inconsciente y que debe emprender un viaje introspectivo hacia su pasado y las huellas en su memoria, si aspira a alcanzar plena conciencia de su existencia, origen y relevancia.
La luz: de signo de la racionalidad a símbolo de la intuición
Entre los muchos significados con que la luz ha sido relacionada en distintos contextos culturales, geográficos e históricos, me parece pertinente señalar su rol durante la consolidación del proyecto de la Ilustración europea, época en la que fungió como el signo por antonomasia del desplazamiento de la religión del sitial de dispositivo ideológico prioritario con que el ser humano trataba de aprehender la complejidad de su ambiente socio-histórico, tanto a nivel físico y tangible como en la esfera inmaterial, para ser ocupado su lugar por la racionalidad, y en consecuencia, por el discurso científico, fenómeno de enormes proporciones que se ha sintetizado como la transición del teocentrismo al antropocentrismo en occidente. Hoy día como el proyecto de la modernidad eurocéntrica ya no enciende el mismo entusiasmo de sus inicios, el uso de ciertos términos que pertenecieron en el pasado a su fraseología en elaboraciones teóricas y artísticas actuales, no implica en la mayoría de los casos, una herencia conceptual o una referencia directa a los valores y principios de aquel movimiento. Aún así, el hecho de que Thalía tome este mismo elemento para emplearlo de una forma en gran medida contrapuesta a su uso durante la tradición iluminista, podría interpretarse, desde mi punto de vista, como una decisión que encierra en sí misma la cardinalidad del planteamiento estético subyacente en su libro, al establecer un antagonismo semántico estrechamente hermanado con las problemáticas filosóficas, epistemológicas, e incluso gnoseológicas presentes en su propia época.
Quizá, en este punto, contrastar el concepto de signo y el de símbolo, a través de la diferenciación que desarrolla Adolfo Colombres en su libro, Teoría transcultural de las artes visuales, pueda ayudar a evidenciar que la distinción entre ambos usos del término luz, no es solo una consecuencia derivada de los significados que Thalía decide incorporarle, al emprender en su libro un proceso de resemantización del mismo, sino que principalmente esa tensión antagónica, surge de un distanciamiento conceptual en la propia forma en que dicha palabra es concebida en ambos contextos:
«Y esto ha de ser así, porque si el símbolo se tornara unívoco, se convertiría, de hecho, en un signo, pues lo que en definitiva caracteriza a aquel es su ambigüedad, el juego de la polisemia. O sea, no puede, por un lado, instaurar una relación arbitraria con un significado, ni tampoco alcanzar una coincidencia total que lo convierta en unívoco». (Colombres, 2014, 24).
A partir de la definición anterior de signo y símbolo, puede aparecer espontáneamente la necesidad de preguntarse ¿Si en la estructuración de su obra, Thalía establece relaciones entre la luz y distintos significados de una forma en apariencia arbitraria, entonces esto hablaría que el papel que ella le otorga en su libro estaría limitado al rol de signo y no de símbolo? Esta pregunta sería pertinente tanto al analizar su propuesta fotográfica como al tratar de asir la complejidad de su poesía, debido, en primer lugar, a que la intervención cromática realizada sobre las imágenes desplegadas junto al texto, pareciera obedecer a un intento por presentar los elementos fotografiados en una paleta de colores completamente distinta a la que poseen sus pigmentos naturales, acción que viene a manifestar de forma elocuente su subjetividad como autora, y que está determinada por el significado personal que ella le otorga a cada uno de los tonos seleccionados, lo que a fin de cuentas, representa un proceso de estilización que necesariamente contiene una enorme carga de arbitrariedad próxima a las cualidades del signo. En segundo lugar, en el desenvolvimiento de su discurso, Thalía escoge meticulosamente distintos semas y con ellos elabora un conjunto heterogéneo que luego integra al término de luz. Justamente esa misma heterogeneidad, es suficiente argumento para pensar que el criterio de elección empleado por ella, emerge exclusivamente de su experiencia individual, o cuando menos, corresponde con una persecución expresiva particular responsable de producir una síntesis suigéneris, y por lo tanto, arbitraria.
Pero además de la arbitrariedad propia del signo, existe otra cualidad que Colombres describe con claridad al abordar la diferenciación de aquel con respecto al símbolo: su correspondencia unívoca. La ausencia de esta última en la obra de Thalía, deja en evidencia que la luz en ella equivale a una multiplicidad de realidades, de verdades profundas y probablemente inefables; a un caleidoscopio cromático, con el que logra apreciar la totalidad del ser humano sin necesidad de recurrir a una simplificación de su condición y de sus dificultades; a una fuente polisémica de la que abreva con el propósito de irradiar claridad sobre ámbitos de la especie que fueron ensombrecidos por una densa capa de abstracciones, que en lugar de tender hacia su esclarecimiento terminaron por imposibilitar su comprensión profunda. Esta dimensión simbólica desde mi perspectiva, es el corazón de su libro, su característica distintiva y la médula espinal sobre la que levanta su armazón poético, pues no solo opera en su faceta estrictamente literaria, sino que se manifiesta con idéntica vehemencia en la forma en que aquella configura un diálogo catalítico con su capa visual.
La luz como signo y su eficacia comunicativa, contrapuesta a la luz como símbolo y su riqueza poética
Pareciera, a partir de lo expuesto antes, que Thalía ha tomado aspectos del signo y del símbolo concienzudamente, para hacer que en su libro la luz contenga las características de cada uno útiles a sus propias intensiones creativas, estéticas, y por qué no, poéticas. Con esta decisión ha podido unificar a un mismo tiempo, una síntesis de significados arbitraria, personal y subjetiva, con una estructura polisémica capaz de alcanzar hasta los bordes del amplio campo fértil por el que discurren sus poemas. No obstante, esta mixtura le imprime al libro una complejidad que salta de la página nomás se emprende su lectura, y aunque las limitaciones propias de este texto me impiden la tentativa de asirla con relativa precisión, al menos puedo aventurarme a destacar su especificidad, a través de la enumeración de algunos de los atributos inscritos en ella que considero más resaltantes o distintivos.
Primero que nada, la proliferación de sentidos tan diversos vinculados todos a un mismo término, impone sobre el texto, desde mi percepción, condicionamientos que se confrontan mutuamente, pues lo que por un lado le permite ganar en riqueza evocativa, gracias a la ambigüedad inherente al símbolo, en paralelo reduce su precisión comunicativa al transformarse la luz en una especie de alegoría omnímoda tan estirada, que tal como le ocurre a un material plástico demasiado tensionado, puede terminar por carecer de forma reconocible o romperse en numerosas partes cada una de ellas completamente abstrusa. Esta priorización de la función simbólica que realiza Thalía a la hora de edificar su poemario fotográfico – literario, en mi consideración es heredera de la que fue la principal aspiración del arte occidental durante todo el siglo XX: exacerbar la participación y el compromiso del receptor de la obra, entiéndase lector, espectador, observador o escucha, en la construcción del sentido de la misma. De modo que al impedirnos la identificación unívoca de un concepto con la luz, la autora nos ha obligado a implicarnos una y otra vez, en la labor de desenmarañar el posible significado presente en cada una de las apariciones de este término en el texto.
En segundo lugar, y no por eso menos crucial, la constante apelación que hace Thalía en algunos de sus versos, a una suerte de interlocutor para quien son consabidos los mismos significados que ella le atribuye a la luz, me llevó a considerar la posibilidad de que aquel dispositivo, fuese en realidad el epicentro donde se empalman dos fuerzas arraigadas en el libro: la primera entendida como ignición de los móviles estéticos del mismo, mientras la otra se encarga de trascender lo estrictamente artístico y se inscribe en una problemática filosófica y antropológica vigente. En el primer caso, imagino esa fuerza como un tensor, que a medida que se distancia del uso que Thalía hace de la luz como signo, tiende de manera definitiva a inclinarse hacia su función simbólica. Este epifenómeno insurge con la paulatina extinción que sufre la arbitrariedad ejercida originalmente por la autora, como resultado del delineado de un sujeto con el que ella comparte una misma comprensión cultural, aunque en ningún momento explicita la naturaleza del vínculo espacial o temporal que los estrecha. Esta omisión, a mi entender permite interpretar su función en el libro ya no solo como un dispositivo estético para propiciar la identificación del lector mientras viaja por sus páginas, sino también, y quizá principalmente, como la personificación, alegoría o arquetipo del ser humano, entendido seguramente, en los términos integradores del concepto de inconsciente colectivo desarrollado por Jung.
Así, Intervenciones a la Luz, asciende del ámbito estético para situarse también, en el núcleo de una disputa sobre asuntos relativos a la comprensión profunda de la especificidad del género humano. De la mano del pensamiento simbólico como principal herramienta artística y gnoseológica, la autora afronta su participación en semejante controversia, puesto que parte de la relevancia del uso que ella hace de esta forma de entendimiento, eminentemente humano, cuya antigüedad supera la más extensa cronología del racionalismo que pueda elaborarse en nuestros días; y cuya ubicuidad además, comprende prácticamente a todas las culturas de las que se conserva registro todavía, tiene que ver con su incidencia como vehículo a través del cual, ella, una autora del siglo XXI, establece un contacto entrañable con un interlocutor implícito, a tal punto que es capaz de entretejer cierta complicidad a raíz de la base polisémica compartida, que ya no se percibe más como artificial y exclusivamente suya, sino como una cualidad innata de ambos.
Esta clase de acercamiento ocurrido en el ámbito artístico, una vez traslada sus efectos fuera de él, es capaz de trascender los límites sociales y culturales que imposibilitan una comunicación íntima entre los individuos, algo que si bien ha sido una aspiración ambicionada por el racionalismo, al mismo tiempo, le ha sido imposible de alcanzar satisfactoriamente; atraviesa las restricciones espaciales, al reconocer en el símbolo la capacidad de vincular conceptos, intuiciones, ideas y sensaciones comunes a distintas culturas, a pesar de la distancia que media entre los entornos donde cada una ha surgido; hace del tiempo una sustancia maleable con la que enhebra una puesta en escena que explicita una condición primigenia o primordial de lo humano. En resumen, Thalía ha puesto en movimiento una característica humana no restrictiva, amplia y totalizante, que convierte su libro en un punto de partida avivado por la ambigüedad de un término con innumerables significados dentro y fuera de los confines de su cultura, escogido quizá, con el propósito de encontrar así sea en la forma de intuición, o como una sensación un tanto confusa e inefable, algo realmente universal.
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