El escritor venezolano Julián Márquez se refiere al perfecto y memorable cuento de Pedro Emilio Coll.

Pedro Emilio Coll: El diente roto y los políticos imaginarios

El escritor venezolano Julián Márquez se refiere al perfecto y memorable cuento de Pedro Emilio Coll.


Por Julián Márquez

Ilustración intervención sobre foto de marymarkevich

Temprano inclinó su inteligencia hacia la escritura el significativo prosista Pedro Emilio Coll, nacido en Caracas el 12 de julio de 1872. Sus primeros escritos comenzaron a revelar las inquietas impresiones acrisoladas en el cuerpo menudo de aquel joven intelectual de aguzada imaginación, eficaz ironía y reflexiva capacidad filosófica. En el ambiente de la imprenta de su padre Pedro Coll Otero ―versado editor y tipógrafo― el novel escritor, habituado al fresco olor de la tinta impresa en el papel recién extraído de la máquina tipográfica,  sintió acendrar su vocación literaria vertida en una obra breve, sin embargo, teñida de vigente trascendencia, desplegada entre el ensayo y la narrativa.       

La crítica en general acierta en la valoración positiva de la obra de Pedro Emilio Coll. Si acaso ahora su ensayística sea menos leída, no ocurre así con la cuentística, merced a dos narraciones de admirable hechura: Opoponax y El diente roto, cuentos magistrales, dignos de las mejores antologías narrativas. En el análisis individual de ambos textos, El diente roto (un tour de forcé de carácter psicológico), escrito en 1890, constituye uno de los cuentos breves más celebrados de nuestra narrativa. Sus páginas plasman la posibilidad, aun fuera de la ficción, del ascenso al poder de las nulidades engreídas y las reputaciones consagradas, perdurable definición de Manuel Vicente Romero García, autor de Peonía, novela primigenia en la tendencia definida del criollismo venezolano. 

Señeros críticos, entre ellos el venezolano Domingo Miliani y el argentino Cesar Aira, han catalogado de perfecto y memorable el argumento de El diente roto, motivo de culto entre muchos lectores aficionados al cuento breve dentro y fuera de Venezuela. La lúcida narración de Pedro Emilio Coll, ceñida a su densidad expresiva, exige una aptitud de observación precisa, atenta, inducida a penetrar en la intrincada madeja del comportamiento psíquico y social de numerosas personas inclinadas a alcanzar el poder político mediante la práctica secular del birlibirloque. Las argucias de los pro-hombres y de las pro-mujeres provistos de los instrumentos de la mediocridad, protegidos detrás de los más oscuros propósitos, quienes recurren al disimulo, a la farsa, con sorprendente desparpajo, carentes del más mínimo sentido de la honestidad, hozando en la charca de los inmorales Juan Peña en la inmediatez de la actividad política en todas las épocas.    

El extravío psíquico expresado en El diente roto es la aprehensión de un observador contumaz ante la existencia expuesta a su alrededor. Es una mirada habituada a contemplar más allá de lo superficial, con el tino de un escritor escudriñador de su entorno, a quien no se le escapa siquiera la oscilación del gallo de la veleta sobre un techo distante. La perspicacia del enfoque penetra los intersticios de las puertas cerradas, traspasa ventanas, buscando extraer la verdad oculta en los más intrincados escondrijos de la psique. La ensimismada ataraxia del protagonista del cuento plasma metafóricamente la estulticia psicológica, enajenada, capaz de entregarle el poder administrativo del Estado a una nulidad mental, sostenida en la aplicación de la ucronía más deleznable, cuya máxima veladura le permite ser tenido como un pensador acucioso, comprometido, supuestamente, en conseguir la fórmula de cómo solucionar los graves problemas subyacentes en una nación, apresurada de caer en sus manos, con la anuencia de ideas inciertas, nulas para el éxito en algún problema social. 

La fábula del cuento perfila un Juan Peña condenado, víctima de un destino sórdido y trágico; a pesar del oropel dispuesto a su alrededor, sufre del mal de pensar –en la apreciación del médico–, sí, pero de pensar en qué; atrapado en ese mal de pensar, cuando la carencia de lucidez se invierte ensordecedora sobre sí mismo. La política, dijo alguien, es la práctica de ayudar al semejante. Lamentablemente, este anhelo pocas veces comporta la verdad. La inversión de los valores induce a los malos políticos a acusar a los bien intencionados de malos, mediante el engaño programado para el sometimiento. La insinceridad de Juan Peña lo convierte en un prospecto de malhadado político, sin capacidad de reflexionar o meditar en nada, aplicado solamente en deslizar la lengua sobre el diente partido. Esa carencia convoca la farsa: la leyenda de la mediocridad se adueña del sentido común, la razón cede el paso a la sinrazón; Juan Peña es un oficiante de la oscuridad, una farsa. El falaz vive rodeado de libros abiertos, cuyas páginas nunca se atreve a leer. Mientras tanto la lengua adicta al diente astillado continúa inflando la leyenda, desatando la reputación consagrada de pensador, en la engreída ignorancia de quien ejerció los más importantes cargos, sin aportar jamás una sola idea destinada a resolver algún problema de cualquier índole, aplicado a no concebir un solo pensamiento valioso, absorto en la acción de su lengua, desgastando sin descanso el diente dañado. 

Los políticos imaginarios perfilados en El diente roto no pertenecen a un determinado bando político, pululan en la derecha y en la izquierda, mimetizados ideológicamente, camuflados en presuntos sentimientos que no experimentan nunca, en promesas de servicio hacia un pueblo que desconocen o menosprecian. Los ejemplos abundan entre una caterva de infiltrados en las filas bolivarianas, pululan en el entorno de la oposición izquierdista, derechista o fascista, colman la banda delincuencial de los auto designados presidentes al servicio del criminal imperialismo estadounidense. En estos personajes, en estos Juan Peña que conciben la política como un arte para el lucro personal, siempre subyace, visible u oculta, la tramposería de la corrupción, la mentira. Aprender a identificarlos, condenarlos al ostracismo político, execrarlos, es un deber educativo nacional.

Como coda: ¿Valdrá acaso la pena preguntarle a nuestros políticos cuántos de ellos han leído la obra del ilustre Pedro Emilio Coll, el inmenso filósofo de Caracas? Jamás pequeño en la escritura, grande en la escéptica ironía de su obra, a pesar de haber ocupado varios cargos públicos, entre ellos el de Ministro de Fomento en tiempos del dictador Juan Vicente Gómez, contradiciendo, en parte tal vez, el argumento crítico de su famoso cuento.




Julián Márquez
(Caripito, estado Monagas, 1944) Escritor venezolano, novelista, cuentista, ensayista, editor y profesor de creación literaria, formó parte del grupo literario Hojas de Calicanto, coordinado por Antonia Palacios; y fue Becario del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos donde cursó estudios de creación literaria con el célebre escritor venezolano Denzil Romero. Ha sido jurado de importantes premios nacionales de narrativa junto a figuras como Carlos Noguera, Gabriel Jiménez Emán, José Roberto Duque, Carlos Brito, Gabriel Saldivia, Sael Ibañez, Luis Laya, Atanasio Alegre y María Alejandra Rojas. La revista Ateneo, en su edición número 26 año 2006, dedicó el Dossier a su obra. Ha publicado: Los círculos solares (editorial poiesis, 1988), Simulacro de Helena (Fondo Editorial Ambrosía, 2000), Sinfonía de Caracoles (Ediciones Imaginaria, 2005), Laberinto de Sombras (Fondo Editorial El Perro y la Rana, 2009) y La rotación del Zodíaco (Fondo Editorial Ambrosía, 2009), entre otros. Profesor del Taller de Narrativa de La Casa Nacional de las Letras Andrés Bello desde el año 2008 hasta la fecha. Actualmente dicta el Taller de Cuentos y Minicuentos impartido por el Centro Nacional del Libro (CENAL).

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