Por Manuel Franco

Medianoche


Por Manuel Franco


Es medianoche, la boca me sabe a musgo y siento que he regresado de la muerte. Oigo el ladrido de los perros y vuelvo a recordar: Caminaba entre los cafetales, buscando a alguien. La neblina bajaba y se metía entre mis ojos. De golpe un pie se me hundía en el suelo. El barro subía por mi cuerpo. Estaba inmerso hasta el pecho en una ciénaga arcillosa. Los dientes se me llenaban de hojas y la lengua me sabía amarga. Algo crecía desde mi boca, mientras me sumergía entre las raíces. Luego desperté. Me queda un sabor viscoso como de savia en el paladar. Tengo la sensación de haber muerto y resucitado. Las manos me tiemblan.

Cynthia Teddy

Esta noche descubriré la causa de los ladridos: quién o qué se esconde en los cafetales.
 Puedo oír el canto de una lechuza. Desde la ventana intento alcanzar con mis ojos el panorama de las matas de café, unidas unas con otras, dibujando la entrada al bosque de la montaña. Sin embargo sólo veo oscuridad, la noche espesa e impenetrable. Escucho los crujidos de la madera al contraerse, también la disonancia de muchos grillos y sapos. Mi corazón palpita como una válvula frenética. Miedo no es: no, no tengo miedo, no me importa lo que se esconde en los cafetales. Lo que sí me harta son los perros. Se pasan el día entero arrojando ladridos: parecen brujas quemándose y gimiendo.
En este instante se encuentran en silencio, aunque es cuestión de tiempo para que comiencen de nuevo. El silencio por segundos se vuelve insoportable: un abismo al que me aproximo. De golpe, un aullido rompe la quietud y sé que volverá el escándalo de esos bichos. La desazón se mete por mis oídos como un líquido. Rompe mis tímpanos.
Fue hace tres o cuatro días ¿o veinte? No importa. Ahora me parece que el ladrido comenzó hace años. Como si hubiera estado en mi cabeza desde mi nacimiento, metido hasta el fondo de mi cráneo. ¿O fue hace cinco días? No sé, no importa. Mi único deseo es que se callen. Hasta hoy no han parado, sólo por breves instantes se han detenido. Cuando iniciaron su estrépito era de tarde y una neblina sucia se estancó en la tierra, con humedad y con frío, y luego los cafetales se balancearon muy fuerte: se escucharon pisadas, ramas rompiéndose, hojas crujiendo. Desde ese día comenzaron los aullidos como llantos de bebés abandonados, como gritos de cuerpos violados. Todavía no se callan.
Ellos ladran desde adentro, justo desde el sitio donde no se les oye.
La luna ha salido y un leve destello ilumina sus ojos, irascibles. Corren y se golpean contra la cerca. La cadena se tensa y la correa les aprieta el cuello. Abren sus mandíbulas y el instinto asesino se les cuaja en las pupilas.
Estoy seguro de que el alboroto de ellos oculta algo, al igual que la neblina me empaña la vista del monte. Cuando escucho los ladridos invariables sé que alguien está escondido entre las ramas, en el follaje, cerca, adentro en el bosque húmedo. Casi puedo tocar la respiración nerviosa del ser que me asecha tras las sombras, la incertidumbre de saber que unos ojos ocultos me miran. No me interesa, lo estoy esperando.
Ahora tengo una pistola. Se la compré a un tío que necesitaba dinero. La idea me fue rondando en la cabeza desde el primer ladrido hasta el día que mi tío llegó en su moto, entró por el camino de tierra y se estacionó frente a mi casa, al lado de la cerca donde están los animales, del otro lado de la hilera de matas de café. De su pantalón, entre la correa, sacó la pistola. Pensé que me iba a matar, que me iba a pegar un tiro en la cara para cobrarse una deuda pendiente. Pero lo único que quería era vendérmela. Uno no sabe quién puede venir a robar o matarte, me dijo y luego me la enseñó con detalle. Es un revolver: Rossi modelo 851 de calibre 38, así me dijo. Mi tío lo tenía desde hacía 24 años, lo compró cuando vivía en Caja Seca. Está en muy buen estado, es de acero y la cacha de madera está pulida, aunque tiene pequeñas manchas de erosión. Lo compré sin pensarlo dos veces. Le di la mitad en billetes de 100, acordamos que en una semana él volvería por la otra mitad.
Ahora duermo con el revólver debajo de mi almohada, esperando, mientras el aire se tensa y se acumula.
El reloj corre con la lenta pesadez de la expectativa.
Los segundos se vuelven horas, el tiempo es un nudo imposible de desatar.
No entrarán por la puerta, estoy seguro que será por las ventanas, no tienen rejas de protección. Agarro el revólver y sólo espero el sonido de los vidrios estallando, tal vez un simple susurro, un sigiloso serpenteo o un paso sonoro y usaré mi arma. Porque estos días estaban sólo vigilándome, estaban esperando el momento preciso. Los animales ladran y casi puedo palpar el aliento en mi nuca, la respiración que viene de los cafetales. Tal vez sea más de uno, no lo sé. Pero sé que me ven cuando salgo y les doy comida a las bestias; me ven en cada instante, si me muevo de una habitación a otra, si estoy comiendo o si me encuentro en el baño. Vienen por mí, porque si no ya hubieran robado algo, ya habrían realizado algún movimiento. Pero no, sólo me quieren a mí.
De nuevo los aullidos irrumpen en mis oídos. Van y vienen. Son constantes como un péndulo, tienen un ritmo casi preciso. Escucharlos se convierte en una actividad desesperante, enervante como el tic-tac de un reloj, como las gotas cayendo de un grifo dañado. A través del reflejo de mi rostro en los vidrios de las ventanas puedo ver a la persona que me asecha, que espera por mí, sumergida en la oscuridad.
Pienso en el hombre que me mira desde allá, que se esconde entre la neblina, en el monte, y puede que no sea un hombre. Podrían ser varios los que me buscan, los que están tras de mí. O tal vez sea otra cosa la que espera en la sombra. Esos cafetales son profundos, pueden ocultar lo que sea. Están llenos de cadáveres sepultados bajo tierra, entre gusanos y raíces. Están repletos de historias que cuentan por ahí, de duendes y de encantos.
Ya lo he decidido. Miro otra vez por entre los marcos de los vidrios y puedo sentir las hojas verdes y lisas de las matas, las ramas flexibles, la tierra acuosa. Abro la puerta y camino por el pasillo al aire libre. Las fieras acaban de parar su ladrido. El silencio se esparce con la noche, como un manto asfixiante. Y se rompe, porque ahora la lluvia pega contra el monte, contra las tejas sueltas de la casa. La luna ya no se ve por ningún lado. De nuevo, la noche es densa y pegajosa. Me parece ver un murciélago volando entre la neblina. Observo la vegetación indeterminada: es la hora propicia. 
La boca me sabe a musgo. Otro aullido suena, los perros volverán a ladrar. Tengo el revólver en mi mano. Les disparo a cada uno de ellos: chillan, se retuercen y se contraen, como si fueran niños llorando y gritando. La lluvia es más fuerte, mi ropa está empapada. Han parado los ladridos. No esperaré más, ahora iré al cafetal y mataré lo que encuentre escondido en la penumbra.  
La neblina me enturbia la vista. El ladrido sigue en mis oídos, persiste como un eco que revive sin falta. Un escalofrío me sube desde las piernas. Un mareo me hace perder el sentido de orientación y de golpe me veo en una oscuridad total. La lluvia me pega en los párpados, abro los ojos y me veo dentro del follaje. Las ramas de cada árbol son manos artríticas, hacen figuras de dedos engarrotados. Puedo presentir toda la extensión del sembradío que llega hasta la cima de la montaña. Sólo la presiento, porque entre la noche y la neblina apenas logro ver unas cuantas plantas que están próximas. Mis manos están frías, el agua corre por ellas. Algo se sacude a mí alrededor con furia, alguien corre hacia el monte. Sólo alcanzo a ver su sombra. Es uno sólo, creo. Lo estoy persiguiendo, las ramas me pegan contra el cuerpo, se escuchan las pisadas del hombre, puedo oír con nitidez su respiración acelerada. La neblina se empoza en mi vista. Me tropiezo sin darme cuenta y caigo hacia abajo pegando mi boca contra un palo podrido que se rompe en pequeñas astillas endebles. Levantó mi torso y logró ver de costado la sombra del hombre, detrás de un árbol seco: me observa. El suelo está hecho un lodazal, trato de levantar mi pierna izquierda pero está hundida hasta la rodilla. La lluvia va disminuyendo. Veo un rostro semejante a una sombra, se perfila, difuso. Aparece y desaparece. No consigo detallarlo, es como una masa hecha de neblina y barro. Lo apunto con mí revolver y aprieto el gatillo. Los disparos caen al vacío. Mis dos piernas están sumergidas en el barro, el suelo acuoso me llega hasta la cintura. Me hundo con rapidez. Estoy agarrado a un tronco, jalo con toda mi fuerza. El sabor del musgo en mi saliva aumenta, es un gusto a savia y a vegetal, a plantas mojadas y removidas con fermento. El vómito me sube desde el estómago, duele. Estoy hundido hasta el pecho, me sigo adentrando en el barro. Siento como me desgarro desde el estómago, algo va subiendo por mi garganta y crece. Abro la boca repleta de hojas. Mi cuerpo está hundido en el terreno cenagoso, estancado junto a las raíces y las larvas, sumergido hasta el cuello, apretado en lo profundo, entre piedras y escarabajos. Algo está creciendo desde mis entrañas, sale por mi boca. Siento las ramas alargándose, las hojas, las pepitas de café que se expanden por mi garganta. Siento como si me estuvieran ahogando en medio de un río, como si me ahorcaran miles de manos de dedos inexorables. El peso de toda la tierra está sobre mi cuerpo, escuchó cómo se rompen mis huesos. No puedo respirar.



Una luz se filtra por mis párpados cerrados. 

¿Dónde estoy?

Todavía me duele la garganta, la siento reseca, destruida, hecha pedazos al igual que mi cuerpo. 


No consigo moverme. Estoy paralizado.
Quiero despertar. 
No puedo. 


Sigo ahogándome. 

Vuelvo a escuchar a los perros, en mis oídos, cerca, pegados a mi agonía.

Los escuchó otra vez y otra vez.


 Abro los ojos y me veo despierto. Puedo ver  a través de los vidrios de las ventanas los cafetales y veo una sombra perfilarse entre ellos. Es medianoche, acabo de despertar de una pesadilla, me sabe a musgo la boca y siento que he regresado de la muerte. De nuevo escucho el ladrido de los perros, de los malditos perros.

Cynthia Teddy



Manuel Franco
Nació en Mérida. Ganó la segunda edición del concurso DIGCX (2015) por el cuento “Historia ficticia del motel y el balcón”. Ganó la segunda edición del concurso de cuentos Santiago Omaña (2017) por el cuento “Incluso”. Estudia letras y está cursando los últimos semestres de la carrera.