Un cuento de Jorge Morales Corona.

Cuento: Bajo el agua la mirada no tiene el mismo peso

Un cuento de Jorge Morales Corona.




Vi con asombro la amenaza
recibí el derrumbe
y me sostuve por una suerte de fe extraña
que descubro en mí
por un corazón…
Hanni Ossot

Por Jorge Morales Corona

Foto de Letícia Lua: https://www.pexels.com/es-es/foto/mujer-sacando-la-mitad-de-la-cara-del-cuerpo-de-agua-3139857/

Lo único que pude salvar de Leticia fue una caja con dos álbumes de fotos donde en uno figuraban los amigos y en otro algunas memorias de la familia. Junto a ellos la pluma de Pavorreal que tantas veces le vi ponerse en la cabeza, que asomaba entre sus cabellos y brillaba cuando el sol incidía en ella. Todo lo demás que quise guardar se me hizo imposible, la corriente lo llevó todo, o por lo menos lo tapió bajo varios centímetros de tierra y piedra.
Qué difícil es hablar de la humanidad cuando, a cada momento, revive el rumor de la corriente tarde por la noche.
Algunos amigos dijeron más de una vez que los recuerdos o, para ser preciso, los recuerdos traumáticos, no dejarían de suceder hasta que me reconciliase con la memoria de Leticia y el deslave. Mientras que el terapeuta al que le he dejado más de tres años en honorarios profesionales generalmente atina a decir que «es solo una etapa», de tiempo indescifrable, y para ser sincero estoy cansado de esperar la supuesta cura, la desaparición de los fantasmas mentales, detener el consumo de benzodiacepinas para palear la ansiedad que me produce el sonido de un chorro de agua a alta presión. 
Desde aquella noche la ciudad no me responde igual. Está ahí, estática desde la nimiedad de los sucesos que, a día de hoy, siguen siendo discutidos en la facultad como el Estudio latinoamericano de la apología del desastre. Apología mi verga. Yo no quiero saber ni estudiar el desastre, no me interesa entender la teoría que dictaron un par de hüevones que son incapaces de entender lo que representa la lluvia sobre el tejado de una casa, infiltrada hasta las bases, en lo alto de una montaña… antes de conocer el mar envuelto en escombros.
Leticia sabía de la materia en base a la práctica, la misma que solo me dejó salvar una caja con sus recuerdos más íntimos, quizás por la fortuna o la coincidencia de solo haber podido sacar esa caja pequeña, con algunas pegatinas que venían dentro de los cuadernos que utilizábamos en bachillerato. La caja tenía incluso algunas de las mías, una marca de las tardes que solíamos pasar en casa comiendo torta de naranja que hacía mamá o practicando un canto desafinado por tener el ansia de formar parte del coro del colegio. 
El recuerdo sigue siendo una bestia que me hiere con su inclemencia y por eso, cuando apenas faltan dos semanas para la navidad, lo que aguarda tras el timbre que quiebra mi tranquilidad parece un asunto pendiente con lo que temo. No por el estrés postraumático, ni siquiera por la ansiedad social que me asalta desde pequeño, sino por la simple presencia del recuerdo guardado en las solapas seis y trece del álbum de amigos.
─Adrián, disculpa que me presente así…
─¿Dónde conseguiste mi dirección? Digo, ¿cómo te enteraste que vivo acá?
─Cosas de Miguel, tú sabes. Tenía mucho tiempo queriendo venir pero no es hasta ahora que me atrevo.
─¿Cuándo llegaste?
─El mes pasado. Mi padre murió y volví a su entierro.
─Lo siento mucho.
─Gracias, pero desde hacía mucho sentía que él había muerto. ¿Me invitas a pasar?

* * *

El desencadenante de todo es el goteo de un grifo. El sonido tintineante, generalmente cerca de las tres de la mañana, me despierta. Al principio, cuando decidí mudarme solo, el sonido se escuchaba en una suerte de dimensión paralela, algo lejano traído gracias al recuerdo, pero conforme pasaron las noches se fue haciendo más fuerte, propagando una vibración malsana por las paredes cuando la gota se suicidaba contra el aluminio de la batea. Cada vez imaginaba el dolor del desprendimiento, generalmente lo recreaba como una escena gore donde el agua era despedazada y dejaba sus tripas suspendidas a medida que caía al encuentro con la superficie, un adiós doloroso, cargado de pesar; creo que por ello es que era recurrente mi pensamiento sobre el quiebre del agua contra las piedras cada vez que su fuerza las empujaba ladera abajo. El agua es la forma de debilidad y fuerza más traicionera que existe, me dije una noche. La gota, solitaria y desprendida de la lluvia, acaso llega a tocar el suelo en su camino desde el cielo; pero algunas más, miles de ellas, cientos de miles, pueden tirar abajo una montaña.
El terror de la noche era tan recurrente que a primera instancia resolví aumentar la dosis de alprazolam y cambiar el grifo. Tomé lo que correspondía a cuatro meses de mi beca de la maestría para comprar uno nuevo que al cabo de una semana volvió a conjurar el sonido tan temido, ese estruendo tácito del desastre. Opté entonces por cambiarme de habitación, mudarme a la última del pasillo, lejos de la cocina. Ahí pude descansar más, hacer como si el sonido no existiera, en su hora marcada para atormentarme. 
Ahora siento cómo la gota vuelve a estrellarse contra la batea y la sala se siente incómoda, este espacio se ha convertido en pocos minutos en una caja de resonancia de cada gota que revive en el recuerdo. Mis manos parecen un festín de hormigas, un rastro dulce que las congrega entre mis dedos y en la palma desnuda y sudada por la impaciencia y la ansiedad.
─Veo que vives cómodo.
─Entre lo que se puede, ya conoces esta ciudad: a donde quiera que vayas te persigue la desgracia.
─Pero es una fortuna verte así.
─¿Cómo así?
─Vivo.
─A veces no me alcanza la vida para estarlo.
─¿Te acuerdas la vez que fuimos a Tucupita, a la Primera Comunión del hijo de Ramiro? –comenta cambiando de tema.
─¿Cómo no acordarme, si estuviste perdido durante tres días y apareciste en Cagua?
─Hace varios días me conseguí con Violeta, Ramiro la dejó y se fue a vivir con una compañera de la universidad.
─¿Ramiro aún va a la universidad?
─Al parecer se le ha hecho cuesta arriba el pregrado… Uno nunca sabe cuándo la vida nos deparará las peores cosas.
─¿Y qué pasó con el hijo?
─Está bien, extrañando a su padre. Tiene treinta años, un hijo de once, y es incapaz de tenerlo presente antes que a una tipa. ¡Es increíble!
El agua ruge a intervalos imprecisos mientras el pulso se me vuelve una turbulencia. No he podido recordar su nombre, le tengo delante, con el malestar instaurado, pero no consigo darle un denominativo a este personaje del pasado que poco a poco me ha envuelto en una sensación de vacío, como la suerte de los desahuciados. Por un minuto pensé en la desnudez, quise volver a la juventud, deshacerme nuevamente en los tantos ríos que visitamos en las vacaciones, ese tiempo donde el agua no representaba más cosa que una puerta a la serenidad de la corriente, al frío tacto de su superficie. Volví a la dermis de su memoria, a los vellos erizados, a lo que nos prometimos no hablar nunca más. Es lo que tiene el agua, esa cualidad de revelarnos la vida.
─Adrián, ¿te sientes bien? –pregunta.
─Sí, lo que pasa es que estoy luchando con la memoria.
─¿Por qué?
─No recuerdo tu nombre.
─Hay ocasiones en las que es mejor no identificar aquello que nos hace daño.
─Leticia.
Asiente. El rugido del agua hace que se oscurezcan los cristales de la sala, el oxígeno escasee y vuelva a oír los ladridos de Klaus.

* * *

El fondo del río tenía piedras verdes, con un tono como el lapislázuli de los aztecas, que cuando uno sumergía la cabeza ya podía vislumbrarlas en la hondura, tal como el resplandor titilante de las estrellas que se solían ver en las extensas llanuras celestiales de Apure, o como una pulsación, un cántico luminoso de codicia y esplendidez peligrosa. Ese río que tanto habíamos visitado, que nos proveía de tantos pozos de agua clara y dulce donde algunos peces crecían en camadas de viaje ligero y nado revoltoso entre nuestras piernas. Pero nada como las piedras de su fondo, algunas las acariciábamos con la punta de los pies, otras más profundas apenas se dejaban ver dentro de esa constelación de misterio y fulgor que engastaban. 
En sus ojos puedo encontrar de nuevo esas constelaciones pétreas que vuelven lentamente de la memoria. En el fondo, él también sufre de la turbulencia en un intento desesperado por juntar las razones por las cuales ha vuelto a contactarme, de esa manera súbita, ayudado también por la impertinencia de mi mejor amigo, Miguel, que ha irrespetado mi deseo de no recibir visitas, y más durante estos días en los que el viento frío de la madrugada todavía trae el silbido que anuncia la lluvia.
La lluvia y sus truenos. Los ladridos de Klaus, con el tintineo desesperado de la cadena que lo ataba a la pared; la misma que ya no está, la que estuvo hecha de ladrillos y que una noche se deshizo bajo el agua.
─Leticia está… estuvo lejos mucho tiempo –digo.
─No he venido a hablar de Leticia. Desde hace mucho tiempo he sentido que está lejos. Incluso puedes pensar que me he vuelto loco, pero he vuelto por ti.
─Las razones por las que hayas venido ahora son poco probables… –intento recordar el nombre nuevamente pero solo consigo el fondo del río con las piedras brillando y él al otro lado de la sala.
─Luis. Me llamo Luis Yépez.
─Exacto, sí, te llamas Luis. Tu papá era el decano de la Facultad de Ciencias Sociales. Ya recordé. Lo que decía antes de ello era que, a pesar del esfuerzo en venir, creo que estás perdiendo tu tiempo.
─No lo creo, Adrián.
─¡Claro que sí! Acá no conseguirás a Leticia, ella se fue. Ya no se puede hacer más nada. 
─«En cada piedra/ consigo el rugir de tu vientre// Alud/ ahora se traduce tu nombre/ te pierdes espejo/ y solo hay calma» –recita uno de mis poemas y se acomoda en el sofá quitándome la mirada y posándola más allá, en la montaña dormida–. Antes de venir acá visité a Violeta…
─Ya lo has dicho…
─Visitamos su tumba.

* * *

Fueron cuarenta noches sin dormir, o por lo menos, donde la vigilia duraba veintidós horas. El sol era una forma inanimada de la ironía, apenas habían pasado las nubes oscuras que quedaron tras caerse el cielo, y desde lo alto se irradiaba más luz de lo normal. Fueron cuarenta días donde el sol no paró de brillar en mis ojos. Vicisitudes, dijeron varios extraños que me vieron deambulando tiempo después por el boulevard del centro donde hacía años iba con Leticia al cine para adultos y en el que conocimos cómo funcionaban los gemidos, las posiciones anatómicas para sentir más placer, incluso cuándo saber que una mujer está satisfecha. Algunos días coincidimos con mi papá, otras con un tío, también con el profesor que nos daba religión en el colegio.
Los días que nos escapábamos de clases llamábamos a Luis y nos íbamos al boulevard o a la costa. Si decidíamos escaparnos, agarrábamos un bus que nos dejaba en la playa y si teníamos suficiente dinero ahorrado nos comíamos una bandeja de pescado frito, con tostones y ensalada. Nos bañábamos un rato, o simplemente nos sentábamos a fumar y ver quebrarse al viento contra las olas hasta que la tarde comenzaba a caer y nos regresábamos a la ciudad, cansados pero con el ligero éxtasis de la rebeldía juvenil.
Luis era un tipo difícil de olvidar, como Leticia me lo comentó un día. 
─No es que sea bello, porque el tipo parece cerebrito-mala-cama, pero al mismo tiempo tiene un cuerpo rico, no sé cómo describirlo, amore
─¿Y yo qué parezco?
─Tú eres de la clase especial –siempre contestaba y me daba un beso. Al principio quise saber qué significaba especial, pero con el tiempo entendí que era mejor dejar las cosas estar.
Luego las escapadas fueron escenarios para las miradas entre ellos, los asientos compartidos de bus, más de una salida al mismo cine de adultos al que yo no era invitado  «porque salió de imprevisto». Más tarde llegaron los tiempos de la universidad en los que por fin ella y yo pudimos hacer el amor y no simplemente desnudarnos y frotarnos por miedo a «fecundarla por la boca», como siempre explicaba ella para evitar cualquier otro contacto. Impresiones vagas de la juventud que tuvimos, con una cultura sexual construida en base a suposiciones, a lo que veíamos o nos decían los amigos, porque de vuelta en casa el tema del sexo era un tabú que nunca mi madre quiso tocar, no después del divorcio, como me comentaría luego mi hermano.
Luis pasó el primer año de la universidad de intercambio en Alemania. Ella siempre comentaba lo imponente que se veía abigarrado bajo capas y capas de chaquetas por el frío en las fotos que le enviaba por correo postal. Todos los meses, entre los días 27 y 29, acudía a IPOSTEL para recibir el sobre con todos los recuerdos que él le enviaba, incluso fotos de su cuerpo desnudo tomadas con una cámara Polaroid. Ella, creo, nunca fue capaz de enviarle fotos de ese tipo como respuesta. En cambio, mi comunicación con él solo se resumía a una llamada mensual donde se aseguraba de describirme cómo eran las alemanas con las que se acostaba, cómo eran las vaginas catiras, trigueñas o negras que se conseguían por allá. Inmediatamente después pasaba a preguntar cómo estaba Leticia. Nunca preguntó sobre mi vida, ni siquiera cuando gané mi primer premio de poesía. Para él solo existía la Leticia que se acostaba conmigo, e irónicamente siempre pensé que quizás ella, cuando intimábamos, se imaginaba que era él con quien estaba a la hora de exagerar los gemidos, los aruños o simplemente la forma como apretaba todo su interior y me exprimía la vida.
Él volvió un año después de lo esperado con una novia y un bebé en camino. Eso fue el principio del desastre para Leticia. Nunca se aclararon los verdaderos hechos de aquella noche donde ella le partió la cabeza y huyó a la costa, a una casa de retiro artístico donde se dedicaría a la pintura y de la cual no se movió nunca más hasta la noche de diciembre en la que Klaus, ese Pastor Alemán que nos había regalado mi padre hacía años, ladraba incesantemente cuando la fuerza del agua, en dirección calle abajo, se hacía más fuerte y las piedras traían el rumor del alud. 
Ella nunca le perdonó y él luego del desastre se fue para no volver hasta esa mañana en la que tocó a mi puerta.

* * *

─¿Por qué fuiste allá?
─Violeta dijo que era la mejor forma de ponerle fin a esa parte de la historia.
─Nada debe el que se fue temprano por la mañana.
─Yo a él le debía mucho.
─Pero a ella más.
─Tu padre fue un gran hombre, Adrián, él siempre comprendió lo que sucedió entre nosotros y hasta el último de sus días me pidió que viniera. Leticia fue una mujer que nos cambió la vida, sí, pero no podemos hacer del rencor una presencia absoluta. Ambos la amábamos y ambos la perdimos. Nunca debí entrometerme entre ustedes dos.
─Ella nunca debió llegar a la casa y quedarse a vivir. Mi familia, por cosas que todavía no entiendo, quiso darle una acogida que terminó en sufrimiento con todo lo del deslave. Leticia fue una mujer que no terminó de ganarse un sitio en todo lo que sentí porque siempre estuvo tu sueño. Ella fue el sueño de otro y sencillamente me quedé acá esperando que algo cambiara.
─Adrián, lo vuelvo a repetir: he venido por ti, no por ella.
─Entonces has perdido tu tiempo, Luis. Ya todo lo que pasó no puede cambiarse; aunque sí me gustaría entregarte algo.
En la habitación busco ese álbum donde están las fotos de los amigos de Leticia, y directamente me dirijo a la solapa donde están guardadas las de Luis. En la primera que aparece estamos los tres en una hacienda en Apure esperando el amanecer, creo que la tomó Ramiro, nuestro eterno amigo estudiante. Tendríamos dieciséis años, el viaje que emprendimos esa vez fue para celebrar la graduación de bachillerato y que nos llevó hasta Río Chico. Pero las fotos que debo entregarle versan sobre la desnudez que ahora solo le pertenece a él. 
Al entregárselas se resume en soltar una carcajada.
─Eran buenos años, ¿no? El tipo que revelaba las fotos siempre me preguntaba si quería que las revelase él o su asistenta, quería saber con quién me sentiría más cómodo desnudándome. Un tipo súper raro…
─Luis, ya hemos acabado por hoy. Estoy cansado y tengo que dormir antes de que venga mi grupo de maestría a estudiar.
─Sigues siendo aburrido, Adrián. Un hombre solo y aburrido. Pero hay algo más que debo contarte.
─No, Luis, ya me cansé.
En eso saca un trozo de papel, arrancado rápidamente de la página de una agenda. En él reza: «Solo hubo un 16 de diciembre de 1999».

* * *

El día no llegaba. La lluvia era un zumbido denso que hacía estremecer los techos. La costa no se veía, y eso que desde la ventana de la habitación cada mañana yo recibía el murmullo de las olas. Más allá de la mirada solo estaba la opacidad de la tormenta que no terminaba de cesar. A las pocas horas de que iniciaran las lluvias, las comunicaciones se habían puesto difíciles, los vecinos sufrían las vicisitudes de las goteras y bromeaban sobre ello cuando nos gritábamos desde los portales. Klaus se había resguardado en su casa y parecía el menos preocupado por el clima. Había dejado un par de sábanas y blusas tendidas que ahora sentían la lluvia impregnarlas, incluso ahogarles cada una de sus fibras suspendidas. 
La noche perenne que nos mantuvo por horas bajo los techos estertorosos solo hacía que me invadiera la nostalgia, aunque ahí estuvieras tú, tendido sobre la cama durmiendo como si nada pasara fuera. Yo, en cambio, parecía una pieza más en la sala, quieta frente al caballete tratando de recordar el adagio que me había dicho mi abuela antes que me dieran de acogida con la familia de Adrián. Versaba sobre la lluvia pero el golpeteo incesante no me dejaba clarificar los recuerdos. Cada tanto me asomaba y ahí seguías tú, durmiendo desnudo, bocabajo, despreocupado, soñando quizás con el invierno alemán al que tanto habías dicho que me llevarías a conocer. Si soy sincera no me apetecía el frío, para ello había tenido ligeros acercamientos con la emoción gélida de aquella mujer que habías traído hacía meses. Pero ahora estabas suspendido de cualquier vida supuesta. Estabas conmigo y era muy poco lo que se podría hacer para revertirlo.
El primer bullicio llegó en una hora imprecisa, cuando varias mujeres gritaban detrás de unos hombres que llevaban un cuerpo suspendido entre sus brazos. ¿Dónde está Ronny? ¿Ronny José Álvarez Pérez, no lo han visto? ¡Dígannos algo!, clamaron un par de mujeres. La angustia, bajo la lluvia incesante, tiene un tono de la fatalidad predecible. Luego vinieron más, preguntando por otras personas. Vienen las piedras, dijeron otros. Ahí fue cuando te levantaste y todavía con el velo de la somnolencia cubriéndote los ojos preguntaste por lo que sucedía. 
─Alguien se perdió –contesté.
─¿Cómo la gente se pierde bajo el agua?
─Es poco probable pero es lo que he entendido.
─Hay ocasiones en las que somos incapaces de perdernos a nosotros mismos.
─Pero ellas han perdido a alguien. Si es poco probable que alguien lo haga, de esa forma que dices, cuando lo hace es posible que haya peligro. 
Comimos a oscuras, ensordecidos por ese rezo indescifrable que nos traía la lluvia. En su lenguaje solo encontré el desespero por estrellarse. Durante esos días todo debía caer, deslizarse, correrse hacia cualquier lado. La vela que nos iluminaba fue apagada infinidad de veces por el viento rabioso que comenzó a revolcar la casa. Fue al sentir esa brisa indómita cuando Klaus se estremeció, estaba nervioso, ladraba cada minuto y en la calle se comenzaron a ver las primeras piedras, pequeñas lágrimas del deslave que discurrían calle abajo. Ahí entendimos algo que hasta ese momento parecía indescifrable, porque el cielo se partió en varios pedazos por un relámpago que nos iluminó el espanto. Solo dije tu nombre, Luis, y tú lo entendiste todo.
Aún recuerdo los ladridos de Klaus, la prisa de no poderlo traer por miedo a quedarnos atrapados en su nervioso presagio. Luego de ello no pudimos volver, no pude regresar a la costa sin sentir el adagio del desastre. La casa quedó en un punto impreciso de la montaña de eso estaba segura, y de todos los que conocía solo una minoría pudo sobrevivir al deslave tras perderlo todo, engullido por la furia de esa noche interminable.
Aún guardo los recuerdos, cómo te supliqué que nos fuéramos, que me llevaras a conocer el invierno y quizás un día volver. Tenía gritos atorados en mi garganta, un llanto fácil que se confundía con el que transmitían en RCTV o Venevisión. Era una superviviente anónima, alguien salvada por el recuerdo de una abuela que en algún momento de mi vida conocí.
En un punto impreciso de esa montaña estaba el anonimato de mi casa, mis pinturas, mi vida… y estuvo Adrián también. La montaña lo había engullido con los ladridos de un Klaus que aún escucho cada vez que recuerdo.
Luego el agua no fue hogar de la alegría. Después de ello sentí lo turbio de su origen, la maldad de su fuerza llevándose en su rumor la vida de un pueblo…
El agua difícilmente pudo volver a ser el hogar de la plenitud.

* * *

─He querido que recordaras, que dejaras de buscar donde no ibas a encontrar nada. Los muchachos nos comentaron de tu salud días después del deslave, nosotros habíamos podido salir antes de todo el desastre y vimos todo lo que pasó desde la capital. No supimos nada de ti, nos preocupamos al saber que esa misma tarde habías ido a visitar a tu padre en su casa de retiro, tu mamá nos comentó que tenías ganas de hablar con él y volver a verme pintar frente al mar. Creo que no recuerdas cómo te encontraron: aferrado a una de mis cajas, la de los álbumes; tampoco cómo te sacaron de esa cueva improbable (pero casi milagrosa) que te mantuvo cautivo por algunos días, respirando en las tripas de esa montaña. Adrián, he venido por ti, Luis está bien, lejos de peligro desde hace mucho, pero tú sigues en esa cueva en la que te encontraron.
─¿Cómo puedes decir eso, si salgo cada semana a mis clases de maestría y a escribir con el grupo de poesía?
─Nadie te ha visto en más de dos años. Miguel y tu mamá son los únicos que te han mantenido vivo, ¿o crees que la nevera se llena sola?
─¿Cómo dijiste que te llamabas?
─Leticia.
─¿Y por qué no pintas?
─El agua, Adrián. La lluvia no ha traído más su murmullo.
─El rugido de la tierra compactándose sobre mi cabeza parecía el infarto de una montaña –comento con abstracción, mirando hacia la nada–. El agua tiene la voz grave, como de villano en las radionovelas.
─Y aun así vives en la cueva…
─No, vivo en el río que tenía piedras relucientes en su fondo, ¿recuerdas?
─Eso fue hace tanto…
─¿Y por qué las sigo viendo en tu mirada?
─Adrián… es hora de salir.
─¿A la superficie?
─Sí.
Al levantarse de la butaca, siento una nueva ola de barro cubrirme. En sus pasos noto el titubeo, la especie de revelación que nos ha dejado esta tarde. Se devuelve y posa su mirada nuevamente en mí, ladea la cabeza como en signo de lástima y vuelve hasta la puerta de entrada.
─Arregla cuanto antes ese grifo, el goteo es demasiado ensordecedor… como la lluvia.

* * *

Bajo el agua la mirada no tiene el mismo peso, como todo. La de ella parece suspendida en la relatividad de la plenitud y la intensidad del momento eterno. Si se pudiera tener la certeza del brillo de esas piedras en el fondo oscuro, pintura minimalista, espectáculo silente de lo que es estático a través de la corriente del tiempo, podría saber hasta dónde llegó el deslave, si el sol salió alguna vez, si Leticia fue salvada o incluso si yo pude resurgir de la tierra protegido por esa pluma de pavorreal que ella siempre se ponía en la cabeza, símbolo de una ayuda supersticiosa. El frío del agua nos hace tiritar en medio de la penumbra que encontramos en el fondo del pozo, mientras el brillo de las piedras nos ilumina el rostro. Y solo queda el resurgir, quizás apertrecharnos el uno al otro en el ascenso, quitarnos el lastre que tiene la memoria para finalmente respirar luego del agua. En su composición aún nos quedan los sonidos de la noche interminable, el recuerdo de la corriente sigue revolviéndonos y somos deslave cuando queremos ser cima, pero rompemos las olas y nos abrimos paso hacia lo que parecía externo e imposible a nosotros. Separamos la vivencia de la cicatriz, porque es mejor arrancarse el cuero antes de que aparezca la marca; porque al final estaremos marcados por la nostalgia, quizás podamos ser curados con la aceptación de ser nubes cuando simplemente decidimos vivir flotando, y con ello renunciar a la vicisitud leve del capricho para hacernos uno con la querencia.

* Cuento perteneciente al libro «La jaula que fuimos» (Ápeiron Ediciones, España, 2021). Disponible en: www.apeironediciones.com/libros/La-jaula-que-fuimos-Jorge-Morales-Corona-p288290375


Jorge Morales Corona
(Coro, Venezuela, 1995) Una de las nuevas voces de la literatura venezolana con mayor reconocimiento en la actualidad. Aparece en la escena literaria en 2013 con su poemario “Escribiendo en Tierra de Nadie” y en 2014 se lanza internacionalmente el poemario “Peregrina de Vidas” teniendo gran recibimiento por lectores iberoamericanos. Actualmente se desempeña como Presidente de la Editorial Awen y está al frente de la columna “RUTA 6”. Autor de poemas, relatos y cuentos recogidos en diversas antologías editadas por la Editorial Diversidad Literaria en España. Comparte su vida entre la literatura y el estudio de medicina.

0 comentarios: