Una historia de Angelo A. Marcano, en la que confluyen la vistosa belleza del Japón, la memoria de la música y la voluntad de lo que bus...

Haruomi. Por Angelo A. Marcano

Una historia de Angelo A. Marcano, en la que confluyen la vistosa belleza del Japón, la memoria de la música y la voluntad de lo que buscan sin cesar.


Por Angelo A. Marcano

Imagen: https://pixabay.com/es/photos/jap%c3%b3n-osaka-dotombori-velada-tarde-4549082/


Fuente: https://blog.japanwondertravel.com/best-places-to-visit-in-central-osaka-16424

Ya el sol se llevó los brillos nocturnos del río Dōtonbori. Los oídos todavía me zumban. No podía dormir sin escribirte todo lo de esta noche. Parece irreal. Desde que nos escapábamos para a aturdir a los amargados de La Guarida. ¡No!, más bien, desde que cogimos el lote de discos de jazz extranjeros en los remates de La Media Nota… Dios, ¿son ya como ocho años?
Ya en ese momento hablábamos de Japón. Ahora yo estoy escribiéndote desde Osaka. ¿Y tú? Tú estás congelándote el culo en Noruega, con las «muñecas eslavas» de tus clases. Viendo cuál te da bola. Gusano lujurioso. Me gustaría verte una vez más, masacrando el piano y aullando para impresionar a las muchachas. Las carcajadas ya no se me dan así.
Te lo juro, cuando mi papá me apuntó al viaje para seguirle el hilo a las importaciones de la empresa, tuve que tapar el altavoz. No me iba a perdonar si se arrepentía. Sabes que los años antes de irme a España fueron un desastre. Y las peleas… «No puedes ni enfocar la vista. Apestas a vómito. La viva imagen de tu tío».
Ya me devuelvo en un par de días. Quería comentarte algo. Esto no lo he hablado con nadie.
Cuando nos conocimos en la escuela —¿cuántos años tenía, yo? ¿dieciséis?— hablamos de música. Tú de Bill Evans y Dave Brubeck, yo de A Love Supreme. Me comentaste que tocabas el piano clásico desde pequeño y la semana siguiente ya estábamos en la sala de tu casa imitando las progresiones de My Favourite Things. ¿Recuerdas los discos que llevaba? Esos discos me los mostró el hermano de mi papá. Ya en esos días no se hablaba de él en la casa.
Me emocionaba cuando lo veía en el marco de la puerta. Usando sus camisas hawaianas. Parecía que llevaba encima los atardeceres de todas las playas que había visitado. Saludaba a todos con un abrazo que te sonaba los huesos y se sentaba en la sala con su maletín. Sacaba regalos y recuerdos. Le contaba a mi mamá de todo lo que veía en sus viajes y sobre las personas que conocía. Mi mamá le preguntaba los detalles más pequeños. Siempre tenía algo que decir y se reían mucho. Mi papá salía del estudio con un estruendoso: «¡Octavio!» y mi tío lo saludaba y decía algo como «Estás más viejo» y lo fastidiaba mientras lo abrazaba.
Esos días se quedaba toda la tarde en el tocadiscos de la sala. Me mostraba lo que había comprado y lo que estaba produciendo. Aguantábamos hasta la madrugada. Su vaso corto con whiskey y hielo empapando el posavasos. El cenicero humeando con sus colillas aplastadas. Yo con los audífonos, más grandes que mi cabeza. Lo veía con atención mientras bajaba la aguja. Me contaba quién tocaba cada instrumento y de dónde era. Cómo habían aprendido. Todo tenía una historia y el mundo paraba cuando las contaba. Luego conectaba los altavoces y cada parte de su cuerpo seguía los ritmos. Tarareaba. «Oye… oye esta parte, chico. Es una belleza». Saxofón, piano, bajo. Todo se dibujaba en él. A eso de las 2 de la mañana siempre nos interrumpía el corneteo, abajo en la calle. «¡Otto! ¡Cuento tres y llevo dos!». Sus amigos se lo llevaban entre risas. Desde la ventana lo veía, haciendo bailes y muecas antes de montarse en el carro.
“Anda a dormir, hijo. Mañana tienes clases”, decía el viejo. Recorría con la mente las historias y las melodías. Imaginaba a mi tío con los artistas en los estudios. Haciendo esa magia. Cuando por fin me quedaba dormido, llegaba el escándalo a la puerta. Era mi despertador para ir a la escuela en esos días. «No puedes llegar sobrio un día, un maldito día», «Ya, ya, vejete, déjame bañarme y dormir. ¿Quieres ser tan molesto como papá? Papá se murió y le sobreviven sus regaños». Después se le bajaba el alcohol y se veía apenado, pero mi papá nunca terminaba de ablandarse con él.
Una de las últimas veces que pasó por la casa, había vuelto de Tokio. Siempre me viene este recuerdo que no termino de recordar. No hubo risas escandalosas ni borracheras. Su sonrisa cargaba ojos caídos. Hablaba solo lo justo y su voz iba suave, como si le faltaran los compases de Almost Blue. Había algo que quería sacarse de encima esa vez.
—Chico… estoy trabajando con un artista grandioso. En unos años vas a saber de él, o eso espero.
Me pidió que le acercara el maletín. Sacó un elepé. La funda era de cartón blanco con un dibujo a bolígrafo. Le pasé los dedos para sentir el relieve. Tocaba los bucles de cabello que ocupaban todas las esquinas. Los ojos grandes y ovalados. El bigote tupido sobre la boca ancha. Los dientes un poco separados.
—¿Te gusta? Lo dibujé mientras mezclaba. Es una maqueta, aún no tiene portada.
Abajo, a la derecha, unas letras de molde al estilo playero decían Haruomi Akira. Te hablé de él en cartas, bueno, de la banda con la que se hizo más o menos conocido. ¿Recuerdas? Hosomichi Ensemble. Fue esa vez que te escribí después del Festival de Jazz de Barcelona. Ahí me encontré otra vez con esa cara, solo que en el escenario. No salió de mi mente.
Puso el acetato en el estéreo. La aguja empezaba a carraspear mientras los surcos donde estaba la magia se acercaban al filo.
—Esto… lo hablé con Haru entre las grabaciones. Es el tipo de persona con el que sientes que puedes hablar de estas cosas… ¿Has tenido un sueño que te haya marcado, chico? Yo siempre recuerdo este sueño…
Mientras me hablaba, miraba al vacío entre la mesa y la planta de la esquina. La aguja dejó de sisear y empezó a emanar aquella energía… Se derramaba por toda la habitación, como luz envuelta en las vibraciones de ese sintetizador melancólico. Me narraba su sueño y poco a poco su voz era arropada por el lento golpe de la batería, los platillos y el bajo sigiloso. Lo seguía con mucha atención. Las imágenes pasaban por mi mente. Las sentía. Las encarnaba. De pronto el saxofón empezó su súplica melodiosa, como un rezo a quién sabe qué dios, dueño de todas las emociones fuertes de este mundo. Los puentes con las flautas y el teclado. Mi pecho no paraba de batirse. Los coros fundieron en una las almas de todos esos instrumentos. El universo se hacía y se deshacía con cada golpe de la batería. Luego, la coda. Los gemidos de la magia disfrutando su regreso al silencio. No se sentía como el fin de la canción, sino como que aquella música seguiría sonando por siempre bajo un manto de silencio.
—¿Sí lo ves? Siento… Siento que no lo expliqué bien, chico. Siempre me pasa cuando intento contar un sueño…
Unos meses después, Otto desapareció de nuestras vidas. Al año, desapareció de la de todos. Se llevó el disco esa vez, pero me regaló la funda con su dibujo. La guardé como un tesoro.
Me descarrié. Me sentía abandonado. Cuando me reía con ustedes todo estaba bien, pero cada tanto recordaba que no lo vería más y me quebraba. Cada vez me aferraba más a nuestras juergas y desastres. Llegaba arrastrándome al porche de la casa. Lloraba y fumaba, con el hedor a vómito de la jardinera. Hacía de tripas corazón y entraba a discutir con el viejo. Como si no me importara nada en el mundo que no fuera emborracharme, vivir la música y follar. Me engañé con eso un buen rato.
Después, nuestra banda se separó. Me obligaron a ir a Barcelona, a estudiar «algo, lo que sea». Escogí Administración. Caí en la tutela de mis tías, ya no tenía muchas ganas de juerguear.
Seguí escuchando música, yendo a conciertos de vez en cuando. Sin planearlo, te lo juro, vi al hombre del dibujo en el escenario del festival. Seguí de cerca todo lo que tocaron. Quería escuchar otra vez la canción, pero no pasó. Estuve de discotienda en discotienda, buscando sus álbumes. Allá en España no llega mucho de Japón, solo lo más popular. El disco de Hosomichi Ensemble que conseguí estaba genial, pero no había rastro de la canción. Tenía que ser algo hecho en solitario, no lo iba a encontrar en los álbumes de la banda.
Dejé la búsqueda. Me centré en mis estudios. Puse el tema a un lado. Y todo volvió con esa llamada de mi padre hace unos meses. «Necesito que vayas a Japón a firmar unos documentos por mí». Compré todas las revistas de jazz que pude conseguir: españolas, inglesas, francesas. Revistas de turismo de Japón. Busqué a Haruomi Akira en todas, a ver si coincidiría con algún concierto suyo en Osaka. No tuve suerte, qué impotencia. No salía su nombre ni el de su banda en ninguna de las fechas de conciertos.
Pisé el aeropuerto de Tokio. La empresa ofreció montarme en un vuelo a Osaka. Preferí tomar el tren bala. Tarda media hora más que el vuelo, pero te da la oportunidad de atravesar de cerca Japón y aunque sea ver su estela.
El barullo de la estación de trenes me arrastró por un río de personas. Estuve rebotando entre los viajeros hasta que vi a un japonés como de mi edad con un cartel con mi nombre. Me saludó en inglés y me preguntó por el viaje. Me dijo que se llamaba Kenji. Su papá era socio de mi papá y le había hablado un poco de mí.
Estudiaba literatura. Leía a Cortázar y García Márquez en traducciones japonesas. En la cafetería del hotel, me comentó que Rayuela le había despertado el interés por el jazz. Me preguntó si conocía a Charlie Parker y Louis Armstrong. Me regaló una kalimba. Tenía un patrón florido en la abertura. Empecé a pulsar las lengüetas, buscando alguna melodía. Di con algunas notas de My Favourite Things.
Me disculpé porque necesitaba ir a la habitación y bañarme. Ese día era lo de la firma. Le agradecí por todo y subí.
Kenji apareció de nuevo al día siguiente, a eso de las 8 de la noche. Tomé un abrigo y me encontré con él en la recepción. Habíamos planeado caminar un poco por Osaka.
Me esperaba con una bufanda verde oscuro y su chaqueta negra cerrada. Se apoyaba en un paraguas negro y veía a la gente pasar por la calle desde las columnas de la entrada. Tenía un aire diferente.
Salimos del hotel. Yo estaba embelesado por las luces de los anuncios en las fachadas de los edificios. Pintaban todo con sus colores eléctricos. El río que acompañaba la vía parpadeaba como una pantalla líquida de televisión. Todos en la calle parecían tener una paleta de colores inestable que cambiaba a cada paso. Excepto Kenji. No sé en qué momento, pero había abierto el paraguas. Se veía tan monocromático como antes de salir. De vez en cuando algún brillo rebotaba en sus lentes.
—¿Cuál es el plan, Kenji? —le pregunté.
Se rio.
—No soy de hacer planes, pero si seguimos caminando, seguro pasa algo interesante —respondió.
No me incomodaba la falta de diálogo o de rumbo. La atmósfera me entretenía. Le señalé una tienda de discos de música y nos detuvimos a ver la vitrina. Kenji estaba a punto de decir algo y mi cabeza se batió hacia adelante. Sentí en la nuca las punzadas que siguen a un golpe. Uno de los filos del paraguas me raspó el párpado. Empecé a ver borroso.
—¿Qué fue eso? ¿Quién fue? —dijo Kenji.
Logré enfocar la vista hacia la multitud. Había un hombre de camisa naranja con rayas negras que se alejaba rápido de donde estábamos. Tenía la cabeza rapada y un bolso del que sobresalía un mango negro. No podía distinguirlo bien entre la gente. Kenji le gritó, pero no volteó.
Me jaló por el brazo y empezamos a perseguirlo. Adelantamos a varias personas, pero el hombre de camisa naranja nos sacaba ventaja. Cruzó por un bulevar techado, con tiendas y personas disfrazadas de mascotas publicitarias. Cuando alcanzamos a entrar, ya estaba saliendo por el otro lado.
—Va al metro —dijo Kenji, y tomó la salida paralela a la que tomó el hombre. Fui detrás de él.
Llegamos a las escaleras de la estación y ya el tipo había cruzado los torniquetes. Desde allí, Kenji señaló hacia las vías. Se escuchaba el traqueteo y el pitido de los parlantes anunciando el próximo arribo. Vimos el tren con las puertas abiertas y entramos por la que nos quedaba más cerca.
Son vagones pequeños, todos separados. No estaba el hombre. Las puertas se cerraron y el tren arrancó. Yo me tumbé en el asiento mientras Kenji veía por la ventanilla que nos separaba del otro vagón. Al volver a su asiento, dijo:
—Creo que ahí está el tipo. Desde donde estás deberíamos poder ver cuando se baje.
Guardé silencio mientras veía a los pasajeros, pensando a qué situaciones extrañas e incompartibles los jalaba ese tren conmigo adentro. Aún me molestaba la vista con el ojo aporreado.
—Estas cosas no pueden seguir pasando. Ya estoy harto. Hay un grupo de cabezas rapadas empeñados en sembrar odio en la gente. Cada vez estos ataques a extranjeros son más comunes. Siempre que los veo, quiero darles una putiza —dijo Kenji.
Las cerámicas blancas pasaban a toda velocidad al otro lado de la ventana. Luego se detenían, mostrando anuncios de comercios y sitios turísticos, dando lugar a espacios abiertos con columnas donde la gente esperaba. Una voz en japonés anunciaba las estaciones a las que llegábamos. Pasamos por dos y el tipo no salía.
Pensé en decirle a Kenji que dejáramos el asunto así. Kenji señaló al fondo y ahí estaba el hombre cruzando hacia la salida de la estación. Tuve que seguirle el paso.
Los postes de luz eran escasos en el lugar. Estaban muy separados en esas calles angostas rodeadas de edificios pequeños. Era una zona industrial del lado viejo de la ciudad. Caminábamos rápido. Unos cincuenta pasos más allá estaba el hombre, atravesando los espacios de luz segmentados por la oscuridad de la calle. Kenji sacó una navaja y me dio el paraguas.
Terminamos en una larga calle ciega. Había tres hombres juntos ahí, fumando y hablando. El de la camisa naranja aligeró el paso e iba a encontrarse con ellos. A medida que nos acercábamos, el ambiente me parecía familiar. El hombre los saludó. Le quitó el cigarro de la boca a uno de ellos. Cada vez estábamos más cerca del encuentro. Vi el montón de colillas tiradas alrededor. El asfalto era negro y liso, como lustrado por vómito y aceite. Me llegó el sonido de alguien ensayando compases en la batería. Reconocía esa atmósfera, si yo me la pasaba en sitios así.
—¿Dónde estamos? —le pregunté a Kenji.
Kenji solo veía a los tipos.
Nos acercamos más y me di cuenta de que las rayas negras de la camisa del hombre eran siluetas de palmeras. El bolso con el mango negro que tenía en la espalda era un estuche de guitarra. Me le paré frente a Kenji y lo detuve con el cuerpo.
—Guarda la maldita navaja, no son fascistas —dije.
—No me consta —respondió, y me pasó por un lado.
Cuando ya estábamos bastante cerca, los hombres entraron por la puerta negra junto a la que fumaban.
Desde allí se escuchaba una banda ensayando y varias personas reunidas.
—Mira, hay un código en sitios así. No puedes entrar buscando pelea, te van a moler a palos, seas hijo de quien seas —dije.
Él buscaba la puerta. Lo tenía al frente, casi respirándome en la cara.
—Escucha, ¿las peleas callejeras y esa mierda? Yo estoy harto. Tardé mucho en salir de ese mundo maldito. Me dejó huesos rotos, recuerdos borrosos y un expediente con la policía a muchos kilómetros de aquí como para volver a caer en esa mierda. No sé dónde mierda estamos y tú eres mi único guía. Si tú quieres entrar a ofrecer puñaladas a alguien porque crees que es un fascista sin tener pruebas, te lo digo, vas a tener que arreglártelas para darme una putiza a mí también. Aquí mismo.
Kenji me miró a los ojos. Se echó para atrás. Sonrió alzando los brazos y guardó el filo de la navaja con el pulgar.
—Oye, está bien, está bien. No hay que ponerse así, hombre. Ya está —dijo.
—¿No vas a hacer ninguna estupidez?.
—No por ahora.
Lo miré como dispuesto a calmarlo a puños.
—Ya, ya, tranquilo. Nada de peleas callejeras hoy. Confía en mí —dijo.
Sacó una caja de cigarros y me ofreció uno. Nos pusimos a fumar frente a la puerta.
—¿A qué viniste a Japón de verdad? He visto cómo miras los anuncios, las tiendas, las personas... Estás como perdido buscando algo —me dijo botando humo por la boca. La luz del poste dibujaba las ondas de humo en el piso, como un agua inquieta.
—Una canción —contesté.
—¿Una canción? ¿Por qué viajarías tan lejos buscando una canción? ¿La estás componiendo?
—La escuché hace mucho. Me la mostró alguien a quien ya no le puedo preguntar.
—Ya.
Los cigarros de Kenji eran delgados y largos. Fuertes, eso sí.
—Me recuerdas a mí hace unos años. Buscando cualquier excusa para picar un pleito —le dije.
—Por eso llegaste hasta acá, ¿no? También te nace esa sensación endemoniada de partirle la cara a los que joden tu mundo.
—Ya no.
—¿Entonces?
—Eso es debilidad. Si sientes que en cada calle hay alguien capaz de joder tu mundo, ni tú ni tu mundo son tan sólidos, para empezar.
Él andaba de brazos cruzados, viendo el piso mientras empujaba con el pie una colilla de cigarros a la alcantarilla.
—No respondiste la pregunta —insistió.
A veces siento que hay una fuerza que nos jala hacia las situaciones. La vida se me hace un montón de cuerdas tensándose, llevándonos a sitios donde se revelan cosas nuevas sobre nosotros. En el fondo son las mismas cosas, lo que cambia es uno y su capacidad de percibirlas. Estaba dándole vueltas a esa idea cuando se abrió la puerta negra y se asomó un japonés pelo corto con cara seria, mirándonos de arriba abajo.
—¿Y ustedes qué? ¿Van a entrar o qué? —me imagino que dijo en japonés.
Le iba a explicar que ya nos íbamos, pero Kenji se adelantó.
—Estábamos fumando, ya vamos a entrar —respondió y fue a la puerta.
—Tres mil yenes por persona —advirtió el tipo en inglés viéndome. Kenji le puso los billetes en la mano y le pasó por un lado. Entré detrás de él y el hombre nos siguió.
Había una pared negra y unas escaleras alfombradas que bajaban hacia otra puerta. Se colaba de sus bordes una luz roja. Entré discretamente, pegado a la pared. La tarima con su luz fuerte me obligó a hacer sombra con la mano para no encandilarme. El centro del sitio tenía varias mesas con personas hablando y fumando. Todo estaba bañado por luz roja. Nos sentamos en una mesa del fondo. Un barténder se apoyaba con las dos manos en la barra y miraba la tarima. Volví a enfocar la vista al escenario. Es absurdo, aún no me lo creo.
Los bucles de cabello. Los ojos ovalados. El bigote tupido con los dientes un poco separados. Practicaba los movimientos de los dedos en el saxofón que tenía guindado al cuello. De todos los bares de jazz del mundo, ahí estaba Haruomi Akira. Vio hacia donde yo estaba o así se sintió. Tenía una camisa turquesa holgada de mangas cortas con un patrón de aves. De la cintura para abajo un pantalón blanco. Yo estaba atónito.
Volteó y le hizo una seña con los dedos al resto de la banda. Todo el local hizo silencio. Ese silencio era inconfundible. La energía empezaba a emanar por los parlantes e inundaba el sitio. El sintetizador iba abriendo, poco a poco, el manto de silencio. Mis manos estaban heladas sobre la mesa. Todo se evaporaba.
«¿Has tenido un sueño que te haya marcado, chico? Yo siempre recuerdo este sueño…».
Los golpes de la batería construían en mi mente la sala de mis recuerdos. El bajo entraba con sigilo como esa brisa que nos refrescaba.
«¿Sabes que en los sueños puedes tomar el punto de vista de todo? Quiero decir... No siempre eres tú, a veces encarnas animales o cosas. Soñé que era el mar. Titilaba con las estrellas de la noche. Mecía a la brisa. Arropaba a las aves y las nubes desde el cielo en el que me reflejaba. Luego, recorría el mar con alas plateadas. Me salpicaba la espuma mientras batía las aletas en el pico de una garza. A la orilla, en el pasto, era un tordo con los colores más oscuros de la noche. Desde ahí, me veía a mí mismo entre la garza, el pez en su pico y el mar. A la cima de un risco, en una gran piedra, estaba yo, iluminando a la luna. La luna me veía y silbaba una canción hermosa mientras rompían las olas. Era una melodía mía, la había creado en ese justo momento. Cerré los ojos y desperté».
El saxofón ya estaba acercando la coda…
«Cuando desperté ya no era yo… Es decir, era yo, pero no era todo lo que percibía de mí mismo en el sueño. En el sueño era todo y era nada. Era esta música que escuchamos. Era la noche, el humo de los cigarros, la brisa que entra por la ventana. Era tú, era Haruomi. Era un monje de hace un montón de años escalando un risco con las uñas para ver la luna. ¿Sí lo ves? Siento… Siento que no lo expliqué bien, chico. Siempre me pasa cuando intento contar un sueño…».
—Sí, lo veo, tío. Lo entiendo todo perfectamente.
La música volvía a esconderse en el silencio. La gente aplaudió. Yo me secaba los ojos con la manga del abrigo. Kenji me veía extrañado. La banda tomó un break y me acerqué a la barra. Al otro lado estaba el hombre de la camisa naranja con palmeras negras. Kenji lo miró fijamente.
Le pedí al barténder que le diera un trago al hombre. El tipo se acercó y se dio cuenta de que era extranjero. Me dijo en inglés: «Akira es increíble, ¿no?», y le dio un sorbo al trago. Kenji estiró las manos sobre la barra y mientras las veía, calmadamente dijo en japonés algo como:
—Maldito nazi.
El barténder dejó lo que estaba haciendo y se acercó, oliendo problemas. Hubo un silencio mientras el hombre procesaba que el asunto era con él.
—¿Lo dices por esto? —respondió señalándose la cabeza rapada con una sonrisa—. Oye, tu amigo cree que soy nazi, qué chistoso.
Yo lo miraba, esperando su reacción.
—Los bonzos se rapan la cabeza para deshacerse de la vanidad y lo mundano —dijo el hombre—. En Japón feudal, los poetas de haikus se afeitaban todo el cráneo antes de hacer un viaje, ¿sabes? Una peregrinación poética… Voy a hacer un viaje por Japón.
Se lo tomó con mucha calma. Yo quería amortiguar la imprudencia.
—¿Vas a buscar una canción? —preguntó Kenji con la cara seria dando un trago. No hubiera percibido el sarcasmo si no me aludiera.
—Oye… qué curioso. En Yamagata hay un templo famoso por su silencio. Quiero ver de qué va eso. Debe considerarse una melodía ese silencio—contestó el hombre. A Kenji le gustó esa respuesta.
—Esa historia me la contó Haruomi. La leyó en un libro. Oye, ¿dónde está Haruomi? Es mejor que se las cuente él —dijo el hombre. Le preguntó al barténder, que se encogió de hombros.
—¡Bah! Siempre que termina de tocar, desaparece.
Haruomi no tocó más esa noche. Nos quedamos a escuchar las demás bandas hasta que nos fuimos hace unas horas. El hombre de camisa naranja era bajista de una, tenía un ritmo genial. Lo del golpe habrá sido un accidente, no sé ni importa.
Cuando nos estábamos yendo, Kenji me preguntó:
—Encontraste tu canción, ¿no?
—No se te escapa nada, ¿no? Sí. Sí, la encontré.
—¿Y no anotaste el nombre ni siquiera?
—No tiene nombre —le dije—. La volveré a escuchar, ya no me preocuparé por eso.




Angelo A. Marcano Riccio (Barquisimeto, Venezuela, 1994).
Estudió Comunicación Social en la Universidad Santa María, en Caracas, Venezuela. Ha publicado varios artículos, reseñas y entrevistas en el suplemento literario Verbigracia del diario venezolano El Universal, así como cuentos y ensayos en el blog cultural Mal Salvaje. Ganador del tercer lugar en el Premio de Cuento Julio Garmendia de la Policlínica Metropolitana en su edición XV. Participó en la primera edición de la revista literaria iberoamericana Casapaís.

0 comentarios: