Ensayo publicado en 1974 donde el autor nos presenta una mirada sobre la literatura del boom latinoamericano y su relación con la literat...

La palabra, esa nueva cartuja - Por Mario Benedetti

Ensayo publicado en 1974 donde el autor nos presenta una mirada sobre la literatura del boom latinoamericano y su relación con la literatura de su época.

Por Mario Benedetti

En un reciente encuentro con escritores latinoamericanos que tuvo lugar en la Universidad de Montevideo, se dijo que no había en la actual literatura europea muchos nombres que pudieran verdaderamente emparejarse a los grandes creadores de América Latina. No recuerdo en cambio, si fue señalado que esa excelencia no ha tenido en Europa la repercusión que efectivamente merece. La verdad es que la crítica europea sigue midiendo a los artistas latinoamericanos con patrones europeos. Ahora bien, ¿debe la literatura latinoamericana, en su momento de mayor eclosión, someterse mansamente a los cánones de una literatura de formidable tradición, pero que hoy pasa por un período de fatiga y de crisis? ¿Debe medirse una novela como “Cien años de soledad”, por ejemplo, con las reglas del noveau roman, cuya experiencia creadora parece hoy más o menos reseca? ¿Debe considerarse la crítica estructuralista como el dictamen inapelable acerca de nuestras letras? O, por el contrario, junto a nuestros poetas y narradores, debemos crear también nuestro propio enfoque crítico, nuestros propios modos de investigación, nuestra valoración con signo particular, salidos de nuestras condiciones, de nuestras necesidades, de nuestro interés.

Por supuesto, los críticos y ensayistas europeos no tienen la culpa del sometimiento que hoy en día padece una buena porción de la crítica latinoamericana, especialmente la centrada en los semanarios de Buenos Aires, que aplica sin vacilar los muy serios estudios realizados por lingüistas y otros investigadores europeos, pero que los aplica con una escalofriante superficialidad, como recetas mal asimiladas, como fórmulas indudablemente no entendidas. El peligro no es que los europeos se equivoquen en la valoración de lo literario; eso ya pasó con Darío, con Vallejo (para solo mencionar dos omisiones célebres) y en definitiva no importó demasiado. El peligro reside en que los jóvenes escritores latinoamericanos se rijan por la actitud autocolonizante que suelen adoptar en nuestros países algunos comentaristas de lo literario, y traten de algún modo e ajustar sus obras a lo que tales intermediarios entienden como exigencia europea. Por suerte no constituye aun un fenómeno frecuente, pero la verdad es que algunas obras de jóvenes escritores latinoamericanos parecen haber sido concebidas con el pensamiento más atento a merecer una posible crítica estructuralista, que a las necesidades internas de toda obra de arte.

No estoy proponiendo que, para nuestras valoraciones, prescindamos del juicio o el aporte europeos. Afortunadamente, en América Latina sabemos que nuestra comarca no es el mundo, y por lo tanto sería estúpido y suicida negar cuanto hemos aprendido y cuanto podremos aprender aun de la cultura europea. Pero tal aprendizaje, por importante que sea, no debe sustituir nuestra ruta de convicciones, nuestra propia escala de valores, nuestro sentido de orientación. Estamos a la vanguardia en varios campos, es cierto, pero en el campo de la valoración seguimos siendo epílogos de lo europeo. ¿Quién va a negar la importancia de Levi-Strauss, de Michel Foucault, de Roland Barthes?

Sin embargo, para nuestro campo de meditaciones, para nuestro impulso, para nuestra supervivencia cultural en fin, es posible que sean más importantes y decisivos ciertos planteos de Octavio Paz, de David Viñas, de Fernández Retamar, de René Depestre, de Antonio Candido, de Aimé Césaire. No pretendo que tales estudiosos sean más profundos ni más importantes que los europeos arriba citados, pero lo cierto es que hablan el idioma de nuestras necesidades, saben nuestras carencias, conocen nuestras posibilidades reales. Y esto no vale solo para hoy. Henríquez Ureña o Martínez Estrada pudieron equivocarse, se equivocaron sin duda en amplias zonas, pero aun así nos sirvieron más que Ortega y Gasset en sus agudas incitaciones, o que Valéry en su inexpugnable raciocinio.

Europa tiene modas literarias, a veces premeditadamente desencadenadas por editores y agentes de publicidad, los cuales necesariamente manejan la industria del libro con una preocupación mercantil, que, si bien resulta menos chocante cuando se refiere a perfumes, zapatos o bolígrafos, es después de todo la que domina cualquier mercado de consuno en cada uno de los múltiples rubros. 

El libro también es mercancía, y como tal sea le publicita y se le vende. También los mercados latinoamericanos tienen sus modas, a menudo regidas por las modas de Europa. Cuando serios críticos franceses comienzan a insistir en la importancia de la Palabra, en el predominio casi totalitario de la semántica, por supuesto no intentan crear una moda, destinada a asombrar una vez más al asombrable burgués de todas las épocas; lo que se proponen, por el contrario, es una interpretación del fenómeno literario en sus relaciones humanas más profundas, y sobre todo en la manera y en la tradición racionalistas que constituyen su cauce natural, su hábito de pensamiento. Pero cuando ciertos comentaristas literarios de América Latina (por ejemplo, los de “Primera Plana” y otros semanarios para ejecutivos) aceptan al pie de la letra la capa exterior de esa investigación, se convierten en frívolos intermediarios, en el fondo infieles a la misma admiración que proclaman. En Europa, relevan en forma casi excluyente la importancia de la Palabra, puede expresar una actitud básicamente intelectual; refugiarse en sus significados más hondos, puede ser un palpable resultado de la avalancha semanticista. Pero esa misma operación, en América Latina, asume distintas proporciones. Hace dos años, en Caracas, le preguntaron a Juan Carlos Onetti si creía que el lenguaje era el personaje de la actual novela latinoamericana, y él contestó: “El artefacto lenguaje no puede estar por encima de la vida misma y de los hombres como protagonista de una novela o cuento”.

Hace veinte o treinta años la evasión consistía en escribir sobre corzas y gacelas, o en recrear los viejos temas griegos. Hoy quizá consista en proponer la Palabra como una nueva cartuja, como ámbito conventual, como celda voluntaria. Y el riesgo es grande, precisamente porque el escritor latinoamericano es, casi por tradición, un disfrutador verbal. Los mejores poetas y narradores latinoamericanos de hoy son hombres que prestan una fundamental atención a la palabra; que la pesan cuidadosamente antes de entregarla. Sin embargo, ese culto no enclaustra al creador en la celda verbal; es, por así decirlo, un culto que se ejerce al aire libre. La palabra recibe todo el cuidado que merece, pero está abierta a la realidad, es influida por el contorno, se constituye en su reflejo, así sea muchas veces en reflejo deformante, distorsionador. Para su bien o para su mal, el intelectual de América Latina, por temperamento, por distinto nivel cultural, por acuciamiento del contorno, está mucho menos pendiente que el europeo de una manera racionalista de encarar e mundo. Para su bien o para su mal, o para ambas cosas a la vez, hay en el intelectual latinoamericano un cordón umbilical que lo une de manera inexorable a la intuición. Muchos esquemas europeos, que al ser aplicados a autores de su respectiva zona, producen resultados excelentes, o por lo menos provocan observaciones muy certeras, no tienen iguales consecuencias cuando se aplican a problemas, obras o autores latinoamericanos. Por lo general, éstos son más desparejos en su formación cultural, más imprevisibles en su desarrollo, más improvisados en su talento; éste es, sin embargo, el nivel que habrá de tener en cuenta quien formule algún día la visión crítica de ese fascinante desajuste; y no (por lo menos, no exclusivamente) el patrón inteligente, matemáticamente comprobable, rigurosamente exacto, que propone el mundo del desarrollo. El desarrollo no es en sí mismo una calidad ética ni una categoría moral (incluso podría sostenerse que, en ciertos casos, el desarrollo puede ser el fruto de una política internacional decididamente inmoral); por lo tanto, el mundo del subdesarrollo (que es a la vez víctima y dividendo del mundo desarrollado) debe crear no solo su ética en rebeldía, su moral de justicia, sino también proponer una autointerpretación de su historia y también de su parcela de arte, sin considerarse obligado a aceptar para siempre el diagnóstico que cobre tales temas y tales problemas elabora el mundo del desarrollo, así sea a través de la porción más espléndida de su intelligentsia. Comprendo que para el intelectual latinoamericano ello puede representar una ardua tarea de desalienación, que muchos considerarán, superior a sus fuerzas. No obstante, si se le acompaña con una paralela labor de invención y creatividad, no solo en el plano de la creación artística sino también en el de las ideas, creo que la tentativa habría de valer holgadamente la pena.


Extraído de: 
Benedetti, Mario (1974). 
El escritor latinoamericano y revolución posible
Editorial Alfa Argentina, Buenos Aires.



Mario Benedetti
(1920-2009) Benedetti fue un escritor y poeta uruguayo integrante de la Generación del '45. Es autor de libros como La Tregua y Gracias por el fuego, entre otros. Corazón coraza, Currículum, Defensa de la alegría, El Sur también existe, Hagamos un trato, Los formales y el frío, No te salves, Táctica y estrategia y Viceversa son algunos de sus poemas más famosos. Su lenguaje sencillo, para que sus obras puedan ser accesibles a todo el mundo, además de combinar con su propia personalidad, tiene defensores y detractores.

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